Robert Morris llega a la redacción del periódico en que trabajamos mucho más tarde de lo acostumbrado, con cara de pocos amigos y ni saluda ni trae el café como siempre, nada. Cuando averiguo lo que le ocurre me dice, sencillamente, que es que una amiga le miente. Los demás callamos, pero después surge una lluvia de ideas: "hay que ser muy listo para ser mentiroso"; "las peores mentiras son las que encierra el silencio" -esta reflexión me parece hasta bonita-; "antes se pilla a un mentiroso que a un cojo"..., decimos todos en voz alta y ya ni trabajamos ni nada en ese tiempo. Robert, que es un chico estupendo y un periodista inteligente, no tiene suerte con las mujeres y ahora ha caído en que su amiga, cuando le dice que tiene mucho que estudiar o que trabajar, lo hace para tenerlo lejos; pero él, que es un tipo listo, se ha dado cuenta del juego: esa chica no quiere trato alguno con él, con otros sí... lo tiene como amigo por si lo necesita, nada más. Como se sienta en la mesa de mi lado, me pregunta que cómo tengo yo ese olfato tan bueno para pillar las mentiras. "Es sencillo; hoy preguntas o dices una cosa y mañana otra cruzada -en fin, para pillar- y como quien mienta no sea muy inteligente para hacerlo, se contradirá", le digo. Él se da cuenta de que tengo razón. "Y si no -añado-, es más fácil: por la boca muere el pez. O la mentira sale sola o como aquella vez que una chica me dijo que no podía quedar conmigo porque estaba muy ocupada y no saldría; dos horas después colgó en Facebook una foto tomando un café con otra persona", le explico, insistiendo en que la mentira tiene las patas -y el tiempo- muy cortas.
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