20 de diciembre de 2020

El silencio ya es decir algo


Hacía frío aquella noche en el andén de Calais, pero el tren ya estaba situado en su lugar, lo cual me facilitó subir de inmediato. Llegué con cierta antelación y un muchacho de la compañía me ayudó a acomodar el equipaje sobre mi asiento; me senté y anoté todas las ideas, recuerdos y circunstancias de esos días... A mi lado pasó un eminente investigador científico norteamericano junto a su nueva pareja: ambos me saludaron amablemente y siguieron hacia los Wagon-Lits. Al poco, una azafata bastante simpática y con un excelente español me ofreció tomar algo que rechacé y la vida se fue apoderando de aquel tren nocturno, con destino a algún lugar de Europa. Tiró con fuerza y los pilares de hierro de la estación se fueron alejando, mientras yo recordaba con insistencia las jornadas anteriores. En un momento dado, pero aún no de madrugada -creo recordar ahora-, advertí una mirada enfrente; unos ojos del pasado, mil veces entrevistos, pero ahora distantes y olvidados. Ocupaba unos asientos más allá y supongo que cayó en la cuenta, tras la mascarilla, de que en el otro extremo iba yo. Lo normal en estos casos, por cortesía supongo, hubiera sido acercarme y pronunciar alguna frase de circunstancias, de esas que no te salen bien, como "¿qué haces aquí?" o "¡Qué casualidad!", incluso un "¿Cómo va todo?" No quise decirle nada. El tiempo y el silencio son buen remedio y antídoto para todo mal, dicen; y en la vida, el silencio mismo ya es decir algo.

8 de diciembre de 2020

Mask


Sin distraerme fui directamente hacia la parada del bus que une Boston con Hanover, New Hampshire. La gélida noche de noviembre apenas me permitió mantener firme la mascarilla y buscar el billete en el bolsillo. Pregunté a una joven delante de mí, sin duda universitaria por la tres maletas tamaño familiar que la delataban. En la parada quedaban carteles electorales, pero únicamente me fijé en los azules, más esperanzadores sin duda. El silencio se hizo absoluto, a diferencia del viaje anterior; algo así como si la mascarilla cortara de raíz el rollo, porque anda que no hablan los universitarios cuando viajan. El trayecto nocturno hasta el College me resultó absolutamente frío y descorazonador: en el interior del vehículo nadie habló, sin exceptuar a quienes hacían el viaje juntos. La pandemia confiere un halo de miedo absoluto cuando te ves en un lugar cerrado junto a desconocidos. De vez en cuando la chica de la fila, ahora arriba y sentada en impares, miraba hacia mí: leía Los santos inocentes, de Delibes, una de las lecturas que yo mismo recomendé antes del mid-term. Seguí avanzando sobre Tormento, de Pérez Galdós, pues las tres horas de trayecto -paradas incluidas- dan para mucho. Sonido de mensaje en mi móvil: "Profesor, ¿no me reconoce? Soy, Kate, su alumna". Levanté la mirada y, efectivamente, encima de la mascarilla esos ojos me recordaban la tercera fila, siempre tomando apuntes e interesada en la vida de los autores. "¡Qué alegría que vuelvas sana y salva!", respondí protocolariamente. Más adelante, añadió: "¿Sabe, profesor?, sus lecturas me ayudaron a pensar y me sirvieron para decidir mi voto", lo cual me alegró. En la puerta del Hanover Inn nos despedimos, hasta la primera clase, sin duda dura porque el nivel subiría. Quise ser cortés con ella y le pedí que algún día, cuando todo esto pase, me deje ver también la inteligencia de su sonrisa, sin la mascarilla, claro está. 

15 de noviembre de 2020

Al pasar de los años

Llegué a la reunión con cierta anticipación, me senté y me serví un café bien caliente. En la calle el termómetro no subiría esa noche de los cinco o seis bajo cero. Entró y, antes de mediar palabra, extendió frente a mí un diario. La vi allí, en una foto, sonriendo a la noticia. Creo que hablé con ella por última vez como quince años atrás, más o menos, según mi calendario. Efectivamente, no era la misma y es lo normal: un corte de pelo distinto, la mirada casi como en clase, las expresiones moduladas por el tiempo, supongo. Leí despacio y me mostré duro, aunque nada resentido: resulta que ha acabado haciendo justo lo contrario de lo que me dijo... Y a mí, ¿qué? Pasada la anécdota y concluida la verdadera reunión, salí a la calle, con el convencimiento de que si debo reconstruir mi antigua clase, a día de hoy habré olvidado ya cinco o seis nombres. Caminé bajo la noche, fría pero luminosa, intentando recordar algunas personas y, lo que es historia, cuándo fue la última vez que supe algo de ellas. Un coche paró junto a mí y cuando subí, ella preguntó el motivo de mi sonrisa: "¿Sabes?, quizás yo tampoco he acabado haciendo lo que dije, por eso siempre estoy de buen humor". Y nos perdimos en la ciudad. 

27 de octubre de 2020

Con tímida solvencia


Tras llegar a la vieja ciudad, donde debía participar en un tribunal universitario, irrenunciable a pesar de la pandemia, la encontré en silencio, apenas gente por la calle. Se vino la noche y en el hotel me indicaron un antiquísimo restaurante, en el cual aún servían tapas a la vieja usanza y te permitían el último bocado antes de las once menos diez. Entré al sitio y me indicaron un asiento de época; escasa parroquia, más allá de tres jubilados que rememoraban el Barça-Madrid del fin de semana anterior, una pareja de enamorados cenando algo rápido -quizás el amor apremiaba- y dos universitarias cargadas de apuntes y de libros. Tras de mí, un viaje somnoliento en un tren semivacío, los trabajos a calificar -bastante brillantes por cierto- y dos días de noticias apocalípticas, gracias a la inconsciencia de quienes se creen más arriba del bien y del mal. La madre que los... Mientras daba cuenta de un filete de ternera bastante decente, de unas patatas procedentes de la congelación y de un vino de la tierra espinoso al agarrarse a la yugular, creí descubrir tras la mascarilla de una de las jóvenes a una antigua alumna. ¡Figuraciones! Pensé que el tiempo me hace ya confundir las caras, además de los nombres que intercambio gratuitamente a la gente, como los cromos cuando era niño. Desistí. La cena bien valía su precio y el licor, obsequio de la casa. Cuando iba a abandonar aquel local, camino del hotel en busca de una buena lectura, las dos estudiantes salieron igualmente; una de ellas se giró hacia mí y con tímida solvencia dijo: "adiós profesor". Y sin pararse echaron calle arriba hacia la noche. 

20 de agosto de 2020

La mirada nunca miente

Entras en una cafetería, por escribir un lugar (qué sé yo, o en una tienda de ropa quizás, algo habitual en un verano atípico, estarán conmigo). En cualquier sitio -salvo las excepciones excepcionales- aparece alguien tras una mascarilla y te pregunta, si puede y siendo correctos a una distancia de dos metros. Accedo a ese lugar, escojo mesa a indicación del dueño, me siento y mientras llega el café entreveo a una muchacha (no sé yo calcular los años con mascarilla, aunque sin ella tampoco) cuyos ojos son hermosísimos, así como azul intenso; una mirada Mar Mediterráneo, diría yo. Conversaba con otra persona y a cada expresión sus ojos adquirían un matiz distinto: crítica, alegría, duda... Si somos sinceros nunca antes habíamos prestado la más mínima atención a los ojos de otros, a la mirada de enfrente. Ahora, con esto de la mascarilla todos decimos que sí, que nos fijábamos en los ojos; lo políticamente correcto, vaya. Creo que el cuerpo expresa aquello que la palabra esconde, así como la mirada nunca miente por mucho que la pongamos boca abajo. Aquella joven del Café, parloteando y manoteando, me mostró de lejos que la mirada va por camino distinto al de las palabras: si es cierto lo que se dice por ahí, la mirada es la palabra del alma y esta, tengo para mí, nunca contradice a la verdad. Pagué un café excelente, intenso, rápido, caliente, nada quemado y dejé una propina que compensaba la rapidez, la amabilidad y el lugar escogido: la mirada de la camarera, tras una mascarilla de diseño, mostró sorpresa. Acaso hacía tiempo que no le dejaban encima de la mesa tal propina: otra costumbre que se está perdiendo.

15 de julio de 2020

Recuerdos

Cuando paso frente a la solitaria terraza de aquel Café observo a una joven estudiante consultar su teléfono móvil. Creo que es estudiante por los dos o tres libros de alguna árida materia universitaria, el cuaderno pequeño pautado a cuadros y un Pilot al que le están entrando ganas de acabar su tinta. Recuerdo de inmediato y de golpe todas esas conversaciones frente a un café, en otras mesas llenas de gente: allí salían todos los temas, pero al final acababan en la poesía. A veces pienso, firmemente, que la poesía no nació para ser cantada al son de la lira, sino frente a un café con crítica intelectual y afinada. También me llegan ecos de esas otras conversaciones con mujeres interesantes y de ojos expresivos; advierto que no necesariamente todo el tiempo palabras de amor; ecos del decir que ahora son ya recuerdos pero que, en su día, eran esperanzas que en cada uno -tú, yo...- han transcurrido por senderos bien distintos. Es el jodido paso del tiempo, la necesaria evolución de los años, la improrrogable llegada de la madurez... Me paro entonces en el Café, me siento en la mesa contigua a la de la joven -separados ambos por más de dos metros y una mascarilla-, pido un café, saco mi dietario y comienzo la escritura: "La conocí en... y a los dos días quedamos en el Café de..., cuando llegó llevaba..." Los recuerdos lo mismo te joden que te arreglan el día, según te vengan. 

4 de julio de 2020

Estar y no estar

La calle comienza a llenarse de gente; las terrazas, imperceptibles hace unas semanas, facilitan reencuentros hasta hace muy poco imposibles... Al pasar cerca se escuchan conversaciones de puesta al día, consejos, mensajes, alusiones a terceros ausentes... Antes, toda esa gente ha ido entrando y saliendo de nuestro yo: mensajes de ánimo, llamadas o videollamadas, o lo que fuera que hayamos estado haciendo mientras leíamos, teletrabajábamos, cocinábamos y hacíamos zapping ante una televisión asustadiza y repetitiva. Pero llegó el sol y a la calle... y es el momento de pensar: ¿habremos pensado para ponernos al día con nosotros mismos? En esos momentos duros hubo gente que no quiso estar, como comentan esas dos chicas de la mesa de aquel bar; gente que era preguntada, pero que nunca preguntó a quienes les concedían unos minutos de su vida... ese tipo de gente de la normalidad constante -ni nueva ni vieja-, sólo gente del ego. El yoísmo podría ser un partido político mayoritario: ¡cuánta gente se ha olvidado de tanto en tan poco tiempo! Decían en otro Café que algunos ya no se acuerdan de los médicos, ni de las enfermeras llorando de impotencia, ni de los amigos... porque esto ha sido un desafío desconocido. ¡Da igual! El instante más hermoso es la palabra: la de los reencuentros; la de los cafés; las del amor -mientras se juega-, las del qué-fue-de-ti-este-tiempo... El silencio, como dicen, es una respuesta y la mejor actitud ante ese silencio es la indiferencia.

21 de mayo de 2020

Viajero en confinamiento

He ido cumpliendo no poder abrazar ni dar un beso en cuarentena: quizás algún beso pendiente que se demora demasiado. Pero lo confieso abiertamente: durante el confinamiento he realizado varios viajes; he tenido la osadía de salir de casa, pese a todo, para visitar lugares desconocidos, aunque también he vuelto a otros que ya visité en el pasado. Como soy buen amigo de varios detectives privados, me he dejado caer por el Berlín de la República de Weimar junto al borrachín de Bernie Gunther; además he pasado por Nueva York, en el enorme coche del agente Pendergast, conducido por su fiel Proctor. Pero reconozco aún más: sin necesidad de la máquina del tiempo, el pasado me ha dejado pasearme por él. He ido a Guatemala, en Tiempos recios, con golpes y contragolpes de Estado y, quizás por interés histórico propio, he regresado a Buenos Aires, esta vez en los últimos días de Perón y de la mano de un médico apellidado Villa. Con más interés he visitado la Segunda República, entrometiéndome en los violentos sucesos de Yeste (Albacete) de mayo de 1936; claro que, volví hasta allí días después con Juan Goytisolo, pero ya en 1966, cuando apenas quedaban ecos de la tragedia. Incluso visité el Portugal de Salazar, más o menos hacia 1968, cuando fue apartado del poder. También soy de natural curioso y no me he perdido el Madrid de 1886, flipando por la suerte que tuvo el vago Santa Cruz con las guapísimas Fortunata y Jacinta. Ya puestos, contaré que hay que ver lo peligroso que es entrar en una comisaría de Chicago en estos tiempos, aunque en su Unidad de Inteligencia sean altamente efectivos. Entretanto, para mitigar el cansancio de tanto trabajo he releído algunos poemas de Gerardo Diego y, por reíme un rato, elegí las historias de una princesa y un dragón, que también ha gustado mucho a mis alumnos. Alguna gente se lamenta por no haber podido salir de casa en Semana Santa, pero yo sí lo hice: estuve en Marsella, siendo N. Sarkozy presidente de Francia, intentando comprender por qué fue tan lento un crimen de 2011. Quien no quiera viajar, ni soñar, que no lea... 
 
 

Imagen: ©Foto: Joaquín B.M. Modelo: Paola G.M.


4 de mayo de 2020

Sin el ruido ni la furia

El silencio entra por mi ventana y me resulta extraño: es como si el ruido y la furia hubieran desaparecido y nos quedase únicamente la necesidad de escucharnos; de escuchar a los demás, hasta cuando callan. Voy anotando pequeñas cosas para ser recordadadas dentro de algún tiempo y caigo en que, últimamente, he prestado mucha atención a la imagen, como si alguna gente hubiera hablado mediante una instantánea... Qué sé yo, Paola, Sole, Ascen, Raquel, Silvia... con sus perfiles y estados, condensando de ese modo un mensaje en un segundo. Lo anoto así en mi diario, con más de mil palabras. Pero esa imagen me lleva a otras y, sobre todo, a esos otros instantes en que fijé la mirada en unas manos que escribían; en unos ojos que decían algo indescifrlable para mí; en una sonrisa a punto de estallar en un mensaje... Me levanto y tomo un álbum al azar: viajes universitarios, cumpleaños, fotos de grupo; alguna foto profesional de Paola, Laura o de Sabina, a cuyo trabajo presté atención antes de este silencio y, ahora, observo de otro modo... pero no, tampoco es eso. Es el recuerdo de alguien cuando escribo; repito lo aprendido mirándola -no sé si ahora estará prohibido mirar-, que es el trabajo de los detectives y de los escritores, si es que acaso no son lo mismo. Una musa es una imagen con nombre y apellidos... Cojo uno de mis cuadernos, al azar, del dos mil y..., me trae recuerdos de alguien y, cuando paso el dedo por la tinta seca descubro que tanta dedicación escondía algo así como una pasión; pero no lo es, porque ese recuerdo hecho ficción es más importante: es convertir en eterna una mirada, con frenesí y sin el ruido ni la furia. 

13 de abril de 2020

Días confinados en casa

Los días pasan y algunas cosas no cambian, como los ruidos maniqueos de las redes: la sobreinformación, la desinformación y los bulos... Lo esencial -menos mal- no cambia, como los silencios y las voces, los aplausos, la extrañeza del piar de los pájaros o la soltura de algunas lecturas, que creía de peor interés. Hay quien dice, quien escribe, quien pregunta y... quien calla, pero el trabajo de los sanitarios sigue siendo sobresaliente, como el de los transportistas, el de los agentes del orden, el de los farmacéuticos, el de los limpiadores o el de los científicos... todos ellos generan confianza, que no es poco. Con el papel en blanco, el bolígrafo por empezar y las ideas en blanco compruebo que Sabina me felicita el Easter, en su magnífico inglés de Praga, como siempre; Sole sigue tirando de fotos y no se cansa; tampoco los del grupo se cansan de poner fotos de sus comidas de Cuaresma, maridadas con vinos buenos; Rebeca juega al Scattergories creo que con la perra, con ventaja de esta; a Noelia no le iría mal teletrabajar menos; Raquel está terminando su TFM y Silvia se ha puesto con Galdós; Paola ha caído en un silencio absoluto y Yolanda sigue imparable en las redes. Además, estos días la gente ha puesto fotos de su infancia: así es como advertí la picardía de Pilar, junto a su hermana; a Amalia, en la Maestranza de Albacete; a Raquel con su perro, pequeños los dos; o Anais buscando algo por el suelo... entonces no había selfies, pero salíamos todos guapos a más no poder. 


 Modelo: @freckledteacher

30 de marzo de 2020

Días en cuarentena

Mientras los días transcurren y la parrilla televisiva no mejora, nos damos cuenta que nuestro día a día continúa en torno a rutinas ya monótonas. Salimos poco y los comercios, por cordura final, están bien abastecidos y carecen del gentío de aquellos días... Los mensajes de autoapoyo siguen igual de intensos, pero carentes de tanta rapidez... Las tareas de lengua, de mates, del grado o del máster ocupan parte del tiempo, mientras otros trabajan para nuestra seguridad, en todos los aspectos. Se destapa, en esencia, lo bueno y lo malo de cada uno... Ahora echamos más de menos ese rato adicional de café no satisfecho; esos segundos de más en un abrazo necesario; la necesidad de un beso cuando toca... Esto pasará, sin duda, más pronto que tarde. Nos estamos poniendo todos al día, de muchas cosas pese a los bulos y las mentiras: ¡qué le vamos a hacer! Los buenos, incluso, adelantamos lecturas... y nos seguimos enterando de las cosas de los demás: la reclusión de casi todos; las nuevas fotos de Paola; o las videollamadas de María Jesús; del exceso de teletrabajo de Noelia; de la gimnasia casera de Rebeca, con su perra; del nueve con cinco del examen de Selene; del bizcocho perfecto de Ascen; de los planes de Enrique para cuando esto pase y pueda hacerse quinientos setenta kilómetros de coche; de las mil tareas de Raquel, a cuenta del máster; o de las interminables clases online de Silvia... Un mundo que gira, dentro del salón, pero que asumimos con disciplina, pensando en el día siguiente y las horas que vamos a pasar en la calle, como si no tuviésemos casa. 

 Modelo: @freckledteacher

24 de marzo de 2020

Diario en cuarentena (II)

Mientras la cosa se pone seria, la vida sigue. El silencio se impone en las calles y la gente que hace recados va rauda, sin mirarse, a más de dos o tres metros del otro; quizás un saludo rápido, de circunstancias: probablemente un 'hola' y un 'adiós' como nunca antes. La vida sigue, sí, impasible. Te sientas a escuchar a Alexia (la italiana, no la artificial) y ves el correo electrónico de una antigua alumna, preguntando cómo te va; una amiga te dice que su hermana está recluida; otra, que está haciendo un curso de fotografía online; los estudiantes intercambian correos con trabajos, siempre que el sistema no caiga; y a las ocho la gente sale al balcón a aplaudir bajo los compases del Resistiré, de El Dúo Dinámico. En las redes la gente hace cadenas de fotos atrasadas o de canciones con mensaje positivo; las pelis de la tele son tan malísimas como siempre antes; el tiempo está lluvioso -según el último parte- y Los Alcázares se han inundado por quinta vez en siete meses, lo que nos faltaba para el duro. También hay quien se dedica a actualizar su estado de whatsapp cada cinco minutos, o su foto de perfil: estoy descubriendo gente hermosa a tutiplén, sino que se lo digan a Noelia, a Alba o a Carmen. Lo bueno de quedarse en casa, con el tiempo por delante, es que uno se puede dedicar a los pequeños detalles, a la vida en pequeñas cosas... o en pequeñas dosis. 

 Modelo: @freckledteacher

18 de marzo de 2020

Diario en cuarentena

Tras los aplausos, entras en casa y te toca otro rato de apuntes, esa es la rutina. Más tarde, quizás, una peli y un rato de conversación virtual y, mañana, otro día más. Quizás dentro de un tiempo alguien, que no eres tú, lea este diario, pero mientras tanto te toca anotarlo, con esa sensación de estatismo y extrañeza que sólo una situación anómala produce. Y te enteras de mil detalles: la poeta autónoma que deja de ingresar dinero por un tiempo; tu compañera profesora de clásicas que se inventa refranes; la joven filóloga en parón intelectual, sin concentrarse apenas; otro inquieto enviando tutoriales para mil cosas, desde preparar croquetas caseras crujientes hasta realizar flexiones en el salón sin tirar los adornos del mueble de la tele; también quien te confiesa que su perra está como extrañada de verla todo el día en casa (creo que es prima de Rex o algo así); luego está la joven profesora de inglés que lleva un fotodiario; e igualmente la modelo extremeña cabreada de que la gente no cumpla las observaciones de las autoridades... Cada cual lo lleva como puede, más o menos. Antiguamente, si se producía algo así, después de echar la culpa a quien correspondiese te desvivías por saber dónde se hallaban los tuyos tras los toques de queda... por suerte, ahora todo se lleva mejor con lo electrónico. Cosa aparte es que algunos alumnos (en genérico) te digan que la situación es "rara", "un desastre" o "un agobio", lo cual hace que su juicio crítico sea de una asombrosa madurez. De momento, me quedo con la foto de hoy en el fotodiario... y mañana más.  



Modelo: @freckledteacher

9 de marzo de 2020

Saber mirar

Es difícil saber mirar; mucho más lo es saber posar la mirada... A veces el frío de la calle, o la irracionalidad de los sentidos, nos impiden fijar la vista en lo importante. Como entrar en un café, por ejemplo, en la oscura tardenoche de una gran ciudad -no sé, quizás NY-; sentarnos en la barra del lugar para pedir un vino europeo -español, por qué no- y, después de la mecánica comanda, observar el bullicio de la gente entrando y saliendo después de un día duro en la City, igual tras originar la enésima crisis económica. En definitiva, buscar con la mirada la vida junta en un mismo sitio. Son esos lugares en donde puede que encuentres un rostro amigo, esa compañera del curro ahora frente a ese café aguachirle que no sube la tensión ni quita el sueño. No sé. Se trata de saber mirar, de comprender una mirada. Las miradas hablan miles de veces, pero no siempre sabemos qué nos dicen, por dónde van los tiros: las miradas de amor son de un modo; las de odio de otro; las de reprobación tienen otro estilo, como las cómicas; posiblemente las miradas de ternura sean las más hermosas y, en otro lado, las de pena deben ser tristísimas. Hay una que he visto algunas veces: la mirada de timidez, últimamente menos de moda. Comprender las miradas es saber mirar, porque si no comprendemos cuando nos miran, menos cuando nos dan explicaciones. Pago el vino, me pongo el abrigo y salgo al frío marzo neoyorquino, con la incógnita de si quien me veía ha sabido entender mi forma de mirar. 
 
 
©Photo: Carmen Sánchez Lices / Model: Paola García

28 de enero de 2020

Leer de pie

En estos días, en que tan de moda está no leer -cuando más cultura se necesita-; en estos tiempos, en que muchos jóvenes consideran que leer es la peor herejía en que se puede caer... justo ahora es cuando recuerdo aquellos días en que tomaba el metro. Entrar en el metro, una mañana cualquiera y en hora punta, imprime carácter: bajar las escaleras acompañado de una multitud desconocida; correr hasta el vagón más próximo para pillar un asiento -si lo hay, que está chungo ya de buena mañana-; sacar la mano para ver en el móvil la hora... En fin, todo eso es un ritual que muchos ciudadanos realizan todos los días, de lunes a viernes al menos. Los desafortunados, además, los sábados y algún domingo de añadidura, un fastidio vaya. Pero, hete aquí que, cuando yo pensaba que allí, en el vagón del metro, reconcentrado de gente y, a veces, de aroma a zapatilla, la gente desvariaba, no era así: la gente no se conforma con que su vida sea, como la de otros, monótona y absurda, no. Pensaba también -por entonces- que la gente iba hastiada al curro, resignada, como con desgana, pero no: ¡llevaban lectura! Recuerdo que, en aquella época, la gente leía 20 minutos, Metro y, algunos afortunadados con un euro y pico en el bolsillo, El País. Otras, sobre todo chicas, por eso el femenino, leían libros; pero no noveluchas del tres al cuarto, no: El ocho, El código Da Vinci. Llegué a ver, entre las blancas manos de una veinteañera, Troteras y danzaderas, de Pérez de Ayala. Otro día vi Cinco horas con Mario, de Delibes. A uno -y este sí que era chungo, lo prometo- le vi leer a Platón, ahí es nada. A veces me sentía de menos allí abajo en el metro: yo leía cuentos contemporáneos norteamericanos y adolescentes de algún Instituto de la ciudad llevaban Cien años de soledad, lo que me dio rabia, porque La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa la llevaba una alumna únicamente, que tenía entre sus manos -no sé si lo sabía- un novelón de los clásicos. Justo esto he recordado, a quellos lectores que no querían ser máquinas monótonas que ni sienten ni padecen. Gente diferente, desde luego, gente inconformista, gente rebelde, gente revolucionaria... gente que lee.