27 de octubre de 2020

Con tímida solvencia


Tras llegar a la vieja ciudad, donde debía participar en un tribunal universitario, irrenunciable a pesar de la pandemia, la encontré en silencio, apenas gente por la calle. Se vino la noche y en el hotel me indicaron un antiquísimo restaurante, en el cual aún servían tapas a la vieja usanza y te permitían el último bocado antes de las once menos diez. Entré al sitio y me indicaron un asiento de época; escasa parroquia, más allá de tres jubilados que rememoraban el Barça-Madrid del fin de semana anterior, una pareja de enamorados cenando algo rápido -quizás el amor apremiaba- y dos universitarias cargadas de apuntes y de libros. Tras de mí, un viaje somnoliento en un tren semivacío, los trabajos a calificar -bastante brillantes por cierto- y dos días de noticias apocalípticas, gracias a la inconsciencia de quienes se creen más arriba del bien y del mal. La madre que los... Mientras daba cuenta de un filete de ternera bastante decente, de unas patatas procedentes de la congelación y de un vino de la tierra espinoso al agarrarse a la yugular, creí descubrir tras la mascarilla de una de las jóvenes a una antigua alumna. ¡Figuraciones! Pensé que el tiempo me hace ya confundir las caras, además de los nombres que intercambio gratuitamente a la gente, como los cromos cuando era niño. Desistí. La cena bien valía su precio y el licor, obsequio de la casa. Cuando iba a abandonar aquel local, camino del hotel en busca de una buena lectura, las dos estudiantes salieron igualmente; una de ellas se giró hacia mí y con tímida solvencia dijo: "adiós profesor". Y sin pararse echaron calle arriba hacia la noche. 

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