24 de octubre de 2023

Agua pasada no mueve molino

 


Cuando entré en el bar de la estación de Nueva York mi intención no era otra que tomarme uno de esos cafés aguados e interminables de los americanos, refugiarme allí después de haberme calado con la lluvia otoñal neoyorkina y, a ser posible, leer en paz The Boston Globe. No sé si el azar existe o no, tampoco estoy convencido de que las coincidencias existan, pero al fondo de la barra, debajo de uno de esos horribles gorros de lana contra el frío, estaba ella. Sofía y yo habíamos compartido algo más que estudios varios años, lustros atrás. Más tarde, algo impensable -o quizás sí y yo no lo intuí- nos hizo distanciarnos, hasta el punto de que hoy no tengo un teléfono suyo. Además, algún episodio esporádico con una de sus mejores amigas terminó por enturbiarlo todo... El caso es que ahora ella estaba allí, mientras en mi bolsillo el billete me señalaba un tren hacia Boston en cuarenta y cinco minutos. Cuando Mery, la camarera cuyo nombre supe por la placa cosida al bolsillo, me puso el café pensé en acercarme y hablar con ella. Total, el tiempo, según dicen los que lo pierden, lo aminora todo. Confieso haber pensado en ese instante tres o cuatro cosas con las que iniciar el contacto, aunque tampoco estoy seguro de que ella se hubiera fijado en mi presencia allí. Pagué en efectivo el dólar y setenta centavos del café y, cuando iba a coger mi maletín, giré sobre mí mismo, salí discretamente del local y escribí a mi compañera de despacho "Mañana te llevo las cookies de Murphy's que tanto te gustan",  y terminé con ese emoticono tan útil del beso con un corazón rojo.