24 de febrero de 2014

"Lo que él le (mal) dijo"


En la calle la lluvia fina de este lunes te va calando, mientras en tu mp3 suena Russian roulette, una canción que has rescatado hace muy poco del olvido; la calle está desierta, pero por el fondo camina hacia ti una mujer ya en la mediana edad; alguien a quien conoces más o menos. Te saluda; se te muestra amable porque tú siempre lo has sido con ella; se para y le preguntas cómo le va: "bueno...", responde poco segura. Su historia, por desgracia, es la de otras muchas que tuvieron mala suerte: un marido que empezó por ningunearla en publico; en privado palabras mayores ("eres una inútil", "no vales para nada", "si no fuera por mí a ver de qué comías tú...", frases tópicas de ese tipo de canallas). Un día llegó el primer bofetón; unas semanas más tarde, la agarró del cuello... y los hijos pequeños que lo ven todo, con el miedo que produce ver al padre fuera de sí mismo; como no es en el trabajo ni los sábados cuando va a verlos jugar al campo de fútbol. Ella te dice que "se equivocó" en su vida, pero un resorte interno te hace decirle que acertó porque lo dejó a tiempo, porque fue valiente y le dio la patada en el momento justo. Claro está que él no lo asumió fácilmente, que al principio vigilaba sus pasos, pero eso ya pasó. Ahora tiene trabajo y otra vida, pero cree que jamás lo superará: "han sido muchos silencios", te dice justo en el silencio de una calle de pueblo. Como tampoco tuvo muchos apoyos cercanos al principio, te pregunta si después de todo lo que le pasó, la otra parte alguna vez ha hablado contigo y tú respondes la verdad con inmediatez: "no". Se extraña porque él va de simpático ahora y entonces sientes la necesidad de aclararle algo: "Tengo por costumbre tomar partido; tengo la fea costumbre de apoyar la verdad y tengo la fea costumbre de no darle la razón a los delincuentes", le dices mientras le nace una media sonrisa. 

21 de febrero de 2014

"La casualidad de cruzarse de nuevo"





Piensa la gente que las casualidades no existen, pero yo creo que hay días que sí. Llegas a la estación en taxi, con algo de prisa porque vas al Norte a dar una conferencia sobre poesía actual y el tren está casi a punto de salir. Corres un poco, pero de repente notas que ya no eres aquel crío que corría detrás del balón... La azafata, que está horrible con uniforme de guardia de seguridad, comprueba tu billete y pasas el control. El panel te dice que el tren se demorará en salir, aún, un buen puñado de minutos. Te sientas y sacas el libro que estás leyendo (como no eres tan friki, estás con una policíaca en la que el detective no se liga a la chica); suena el whatsapp y vas a mirar quién te escribe (que tampoco será quien tú crees, porque no dejas de pensar que las casualidades no existen), pero, de pronto, allí la ves: la persona que un día fue muy importante para ti y que, ahora, pasados los años que hayan pasado, ya no lo es... ni sabes nada de ella. Es más, como eres tú, tienes que hacer algo de memoria para recordar su nombre. Te das cuenta de que ella también te mira, con la misma cara de pez espada que tú a ella. En el whatsapp el mensaje es de otro alguien que es mucho más importante para ti, justo ahora, que esa otra del andén lo fue en su día; la intensidad es distinta: como si el tiempo te hubiera premiado la impaciencia, o justo lo contrario, vete tú a saber. La speaker metálica de la megafonía anuncia el embarque y te vas hacia allí; ella entra por la puerta contigua y, cuando crees que te ha reconocido, se lanza con un "Perdone, ¿me podría decir la hora que es?" Tú, que no vas a romper el drama, dices: "Justo la una". Mejor así, crees; pero piensas, mientras la miras, que ha engordado, sobre todo su culete. Lo que no sabes es que ella, que quería comprobar de cerca que eras tú, se ha dicho para sí: "¡con lo mono que estaba con la raya en medio y ha perdido pelo!" 

11 de febrero de 2014

"Una fotografía en blanco y negro"



Toda la noche lloviendo; de hecho, el airazo ese que hacía ahí afuera te ha mantenido en duermevela toda la noche. Por la mañana, mientras el café aromatizaba tu casa -esa manía tuya de que la casa huela a café- estabas pensando en la traición. Claro que podrían pensar de ti que estás llevando a tu mente a una chica que te ha podido hacer daño en el pasado, o a alguien que te la jugó: en eso cae todo el mundo cuando pronuncias t-r-a-i-c-i-ó-n. No. Tenías entre las manos una fotografía en blanco y negro que has cogido de encima de la mesa; cierto, la fotografía de una mujer hermosa -al menos tú has pensado así desde el primer instante en que alguien que sonríe casi igual a ella te la mandó-; una mujer de los años treinta. Cuando ya el café bajaba la intensidad que convierte el sabor en algo frío e insulso, ella aún seguía mirándote desde la fotografía. Esa mirada transmite algo así como tranquilidad. Su historia es la de muchos otros de entonces, pero a ti te afecta especialmente: tú sabes quién era, qué hizo en la vida e, incluso, cómo pensaba. La traicionaron, la asesinaron, esa fue su historia. Sólo que no fue su marido ni ninguno de sus ocho hijos; alguien decidió que esa mujer debía morir por ser como era, por pensar por sí misma. Alguna vez has pensado que igual si tú hubieses estado allí; si la persona que te hizo llegar su foto hubiera estado allí también... Esas cosas no lo cambian; uno nunca puede nacer antes de que le toque. Ibas a guardar su foto en el álbum, pero has decidido dejarla un rato más ahí encima: junto a la memoria externa, las notas a mano que no entiendes ni tú (es rasgo también muy tuyo) y el bolígrafo rojo. De repente, cuando miras por la ventana cómo las adolescentes del pueblo se mojan, mientras van al Instituto, te preguntas qué pensaría ella. Entonces sonríes porque quizás ella lo viese todo muy bien, pero sobre todo porque ahora sí estás tú y está quien te envió su foto y hay más gente que piensa por sí misma y difícilmente van a borrarle la sonrisa por segunda vez.

8 de febrero de 2014

"No dar el paso"


Madrid, uno de esos años de la década anterior. La poeta que tú admiras -aún hoy, en toda su intensidad- va a dar un recital en el Ateneo. Tú, que la admiras y que estás profundamente nervioso vas a ir allí a escucharla; llevas en la mano unos cuantos de sus poemarios, con la vehemente intención de que te los firme. Llega la hora y tú, puntual como siempre, estás allí, sentado, no en la primera fila -que no se note las ganas de conocerla que tienes-, sino en una intermedia. Hay varios invitados: habla ella, al final; vestida de blanco; su voz elegante, sus formas más elegantes aún. Tú estás entusiasmado; pletórico: por fin has visto in situ a la poeta que más te gusta, cuya poesía te entusiasma. Termina el acto y todo el mundo se acerca hasta ella: para una firma, para un saludo, para una foto. Tú, que eres profundamente tímido, te pones nervioso y, algún resorte en tu interior, funciona mal: te vas a casa; sales de allí y caminas hasta el Paseo del Prado, en donde coges un bus. No te atreves, sientes miedo, algo hay que te ha impedido, te ha bloqueado y no las has saludado; no le has dicho que eres tú, el muchacho que le escribe mails... que tanto la ha leído. Allí queda todo. No todas esas historias tienen final feliz.

2 de febrero de 2014

"Secretos con contraseña"


El teléfono móvil es media vida para mucha gente; sustitutivo de la agenda, prolongación del yo. Alguna vez, buscando alguna cosa, has caído en que alguien podía ver una fotografía, una conversación, algo; corriendo cambiaste de posición, el pantallazo o lo que fuera... pour vivre heureux, vivons cachés, que dicen los galos. El lunes, cuando ella se levantó (esto lo supimos por su madre), el móvil no le respondía: ¡la maldita contraseña! A uno le resulta extraño que, durante toda una semana, una escritora de su sensibilidad no dé señales de vida. Lo más útil hubiera sido resetear el teléfono, pero... ¿Y las fotos? ¿Y las conversaciones que se guardan? ¿Y las descargas? ¡Oh!, ¡la música! Se va media vida con ello si se limpia para empezar de cero -esto es como cuando escribiste un diario y tan bien lo guardaste que jamás lo has vuelto a encontrar-. A veces, todo lo que dentro del móvil existe es nuestro yo prolongado y su pérdida es una tragedia (se te ocurrió un día guardar copia de seguridad informática y así, si lo roban o se pierde o no enciende, no hay desastre porque todo está ya archivado). La solución es ser ingenioso: como cuando alguien dijo que el coche que llevas es la prolongación de ti mismo; aquel tipo, dueño de un Mercedes, se rió al ver tu segundo coche, de corta envergadura. Coincidisteis algo después por la misma carretera, entre dos pueblos; delante llevabas un camión y el Mercedes a-paso-de-burra. La velocidad de paseo enervaría hasta a una bicicleta. Cuarta, raya discontinua, acelerador a fondo y, de una tacada, rebasasteis al maravilloso y potente Mercedes y al camión. "Joder, Pe, cómo truena esto", dijo la persona que te acompañaba. Sonrisa: "más vale maña que fuerza". Por cierto, la contraseña de su móvil apareció: la había puesto en inglés, "gilipollas" o algo así, ¡¿en qué estaría pensando esta muchacha cuando se le ocurrió?!