30 de mayo de 2021

Mirar atrás

 

Me gustó volver a aquel lugar que tiempo atrás había representado un punto de encuentro para creadores, artistas y estudiantes. Donde las conversaciones seguían siendo ruidosas, aunque con mascarilla. Fui a la barra y pedí un blanco, muy frío; giré y vi pocos espacios vacíos: al fondo, una mujer de ojos expresivos y alegres manipulaba una cámara fotográfica. Educadamente le pregunté si podía ocupar la silla contigua, sólo un momento. Comencé a leer el diario, anoté algo en un cuaderno cuya tapa estaba ya casi suelta y, sin preámbulo me dijo: "es curioso que ya no me recuerdes". Me paré a pensar y por mucho que intenté apartarle mentalmente la mascarilla, no caí en la cuenta. Imposible. Se dio por vencida y me dijo quién era y de qué nos conocíamos. Me alegré, no miento. Nos pusimos al día más allá de dos o tres vinos y de la comida. Sentí la sensación palpitante de que el tiempo trancurría sin importarme, sin ruidos, más allá de esa forma de gesticular suya. Se nos hizo la noche y nos echaron casi a patadas del viejo sitio al que una avería del coche me había hecho regresar. Llegó el momento de despedirnos, sin inercias prolongadoras de la charla. Le ofrecí mi ayuda, me sonrió y se acercó; tras un profundo beso en los labios se fue diciéndome, a gritos y de espaldas: "muchos discursos, muchas promesas, planes de futuro... muchas cosas nunca cambian, mírame: siempre joven y siempre sin un sueldo decente ni estable... aposté por ser inmortal y la eternidad sólo es para nosotros, los pobres". Sonreí, porque la felicidad era eternamente suya... 

 Modelo: Paola García. Imagen: Sergio Fdez.

 


6 de mayo de 2021

La última tarde de algo


Quedar con alguien despierta emociones inusitadas, distintas de otras sensaciones vitales. Cada cosa, con su ritmo, mantiene los nervios de un tono distinto. Aquella tarde llegué al Gran Café de Oriente de Praga con la misma puntualidad de otros momentos; saludé de lejos a Anezka, una camarera conocida, con la confianza de tantas otras tardes atrás. Y me senté frente a ella, sentada en la mesa de siempre. Con el tiempo las personas perdemos intensidad, posiblemente, aunque debajo de la mirada distraída nos quede la ternura y el recuerdo de tantos momentos, incluidas las caricias, las sonrisas y los síes a todo. La rutina instintiva me hizo pedir el trozo de tarta de tres chocolates habitual, con el mismo café vienés de la casa. La conversación ni siquera existió: ni vibración, ni fluidez, ni interés siquiera. No sé qué pudo pasar hasta llegar ese punto, ambos, cuando tiempo antes habríamos dejado cualquier cosa para contestar el mensaje más inmediato del otro. Ella sonrió forzada, me preguntó con normalidad y yo anoté en mi cuaderno sus pasos de ese día. Al tiempo, ella fue sincera: "te vas mañana, ¿verdad?". No hubo ninguna tensión: "El vuelo sale mañana, sí". Sonó a la última tarde de algo imprevisto. "¿Me llamarás?", añadió mientras salía del local, despidiéndose de Anezka con la mano. "Quizás", le respondí, mientras caminaba ya en dirección contraria.