Mi vuelo, si todo iba bien, saldría del Aeropuerto JFK a las doce en punto. Allí, en aquel apartamento ajado del West Village, ya no quedaba nada que me recordara, pues todo había quedado embalado en cajas de cartón de la compañía de mudanzas. Nada, casi nada, era ya mío, salvo algunas novelas de tapas desgastadas de la Generación Beat. Todo había acabado gracias a una frase de Mr. Wilson: "sus servicios no nos son necesarios, así que puede usted recoger sus cosas". Sí, la cagué en un balance y no hubo una segunda oportunidad ni tampoco otra opción de permanecer en la gran ciudad. Lo mejor, como indicaba el billete de vuelo de mi bolsillo, era poner tierra de por medio... salvo que se produjese la llamada. Sí, una llamada. Corre por ahí una frase que dice que, a veces, el silencio ya es una respuesta. Así era ella. En ese momento, con el taxi esperando en la puerta, lo único que yo quería era que sonase el teléfono de nuestro apartamento; que ella me pidiese permanecer en Nueva York e intentarlo de nuevo. Una segunda oportunidad de esas que solo unos poco privilegiados tienen de vez en cuando. Cogí la maleta, miré alrededor y recordé el final del poema "La llamada", de Gerardo Diego -que la IA de Google desconoce-: "la vida pende de un torcido estambre". Así son las cosas. Cuando mi taxi ya iba camino del aeropuerto alguien que vive al final del pasillo de mi vieja casa del West Village oyó desde mi antiguo apartamento la insistencia del rugir de un teléfono.