18 de noviembre de 2018

Un plato de lentejas...

Aquella mañana me planteé hablar seriamente con el dueño del restaurante americano en donde solía comer ese invierno del dos mil y... Sinceramente, me resultaba interesante ir a Molly's -por ejemplo- y que me recibiesen con un vaso de agua con limón, mientras me ofertaban todo tipo de platos típicamente norteamericanos. Al fin y al cabo me tenía que adaptar al entorno ('donde fueres haz lo que vieres') y disfrutar la ocasión. Aquel invierno me resultó fascinante descubrir que existen noventa y seis tipos diferentes de kétchup (yo adopté la costumbre de comprar el de la empresa de Paul Newman; sí, sí, el del mismísimo Paul...) y de igual modo resultaba espectacular conocer mil maneras de preparar una hamburguesa. Ahora bien, un día y otro y otro y otro... ¡Te saturas, qué narices! Así que me armé de valor, entré en Molly's y le dije a la simpática y hermosa camarera de todos los días que hiciese venir a su jefe, lo cual sucedió dos o tres minutos más tarde: "Quiero un plato de lentejas; unas lentejas, me muero por unas lentejas, el plato que nunca me como en casa... ¡Ese! Pídeme lo que quieras, pon el precio, pero quiero saber qué hay que hacer en Nueva Inglaterra para comer un plato de lentejas..." El jefe me miró fijamente, sonrió primero y más tarde rompió a reír a carcajadas: "Te prometo que mañana tendrás lentejas para comer". Y así fue cómo me comí el plato de lentejas más caro de mi vida (20 dólares USA) y, al mismo tiempo, el más fascinante de todos cuantos he comido nunca. También me quedó claro que en los States, con varios billetes de veinte pavos en el bolsillo encuentras lo mejor...

6 de noviembre de 2018

Sin poesía no hay ciudad

Entro en una cafetería, me acomodo en un sitio alejado con un café en la mano y observo cómo una chica joven lee y subraya Las cien mejores poesía de la lengua castellana, lo mejor de lo mejor. Dos colegas suyos, que se hacen un selfie, la miran como a un bicho raro; ahí ella, leyendo, en la era de la tecnología, cuando con un click está todo, incluso lo erróneo y delictivo. Escuchándolos me veo a mí mismo en el siglo XIX, cuando en las tabernas que frecuentaba Galdós, allá por la Gloriosa del 1868, se pensaba que poetas y gacetilleros eran gentes demasiado bohemias, casi de mal vivir. Supongo que eso es lo normal: no saber que cada canción que escuchamos tiene un poema en su letra; que el amor, como mejor se expresa, es desde la poesía ("Es hielo abrasador, es fuego helado"); que cada refrán que nos decimos es un pareado (y "Ande yo caliente y ríase la gente"); que como mejor hablamos los españoles es en octosílabos ("Recuerde el alma dormida") o en endecasílabos ("España toda aquí, lejana y mía"); o que incluso hasta suspirar suena mejor si es con poesía "(Si me llamaras, sí/si me llamaras"). Ese menosprecio de la poesía es como pensar en mover un coche sin gasolina o electricidad... Me dan ganas, como don Juan, de vociferar "¡Cuál gritan esos malditos!/ Pero mal rayo me parta/ si en acabando la carta/no pagan caros sus gritos". Y tan ancho...

3 de noviembre de 2018

WhatsApp

Suena de fondo un viejo himno de los noventa, Me and You, de Alexia y vienen a la memoria aquellos tiempos en que era imprescindible cruzar medio Madrid para tomarse algo en el Café Comercial de la glorieta de Bilbao; sí, aquellos idus en los que hablar con alguien duraba horas, pero cara a cara, palabra a palabra. Cuando sentarse en la biblioteca junto a la compañera que te gustaba llevaba el aliciente de pasarte junto a ella todo un día; eso sí, rodeado de libros, esos artefactos llenos de conocimiento y de soluciones... Aquí y ahora existe whatsapp, esa aplicación que debería conectar a las personas y que, sin embargo, las distancia: como esos alumnos que lo miran por debajo de la mesa, hasta que el profesor pregunta que a quién se escribe a las 8:35 de la mañana. Esa herramienta -como se le llama- nos sirve a todos, no nos engañemos: para hablar, para animar, para enviar apoyo, para estar al día con gente que vive a kilómetros... y sirve también a otros para marcar distancias, porque un iPad en la mano te da el poder para establecer las clases en que se dividen los contactos, eso se ve en las soberbias miradas de unos pocos. El whatsapp le sirve a uno -pongo por caso- para perder su tiempo en enviar mensajes de amistad, de apoyo; para arrancar una sonrisa, para estar, además de ser; para ser social, como debe resultar en sociedad... y eso, aunque haya dedos que no respondan, como decía, que soberbia existe desde la antigua Roma, o desde Grecia... vaya usted a saber. Lo que no tiene el whatsapp, lo que le falta, lo que jamás tendrá, sinceramente, es la facilidad de poder acercarte y dar un beso en los labios a otra persona; así de evidente, como en aquella biblioteca, "de esos apretaos", como decía también otra canción de los noventa.