11 de diciembre de 2021

Las viejas cartas

Después de muchísimo tiempo vuelvo al pueblo y percibo que la casa guarda el frío de diez o quince años sin habitar: los demás herederos me han encargado cerrarla definitivamente, pues apenas tienen interés en ella y yo no reúno el dinero suficiente para quedármela. Enciendo la chimenea decorada con ciertas ínfulas, pues la caldera dejó de funcionar más o menos antes de la Revolución Gloriosa y me sirvo uno de los magníficos vinos de la bodega. Es el momento de sentarme en el codiciado sillón de los veranos de mil novecientos... De un cajón del salón saco antiguas cartas: aquellas misivas que intercambiaba con las compañeras del Instituto y, más adelante, de la Facultad. Noticias, vaivenes, cotilleos y buenos deseos de cuando no existía internet ni tampoco whatsapp. Confieso que me ha costado recordar algunos nombres, más claros tras salir su aspecto actual en el buscador del móvil. A pesar del tiempo, el papel está aún blanco, los sellos visibles... y el recuerdo de ir al buzón y recoger la carta o la postal; responder y esperar... Se me hace aquel un tiempo lento, pero hermoso. Aquellas letras, íes con un círculo arriba, mayúsculas adornadas... la premura del amor, la incertidumbre del reproche, guardar la carta junto a las otras... De una de ellas cae una foto de carné, con una dedicatoria por detrás: ahora caigo en que es X, casada creo y con hijos. No sé qué estudió, pero se fue a una ciudad de provincias y apenas se deja ver desde entonces... Otra me recuerda una cita para septiembre, tal día a tal hora en tal sitio: "allí nos vemos y lo hablamos". ¿Fui o no fui? ¡Joder!, aseguro que no lo recuerdo. Cogidas con una goma hay un montón de cartas de la que fue mi mejor amiga y ahora ni nos hablamos por algo que no recuerdo. La primera inercia es acercarme a la chimenea y quemarlas todas; total, no soy nadie tan importante como para que sean leídas dentro de treinta o cuarenta años... Cuando me acerco al fuego paro, lo pienso, respiro hondo, tomo un sorbo de vino y...

29 de noviembre de 2021

En una gélida noche

 

Cuando el tren se deslizó lentamente por esa estación de provincias intuí que pasaríamos la noche tirados en mitad de la nada. La nive aún caía tímidamente y el frío calaba nuestros huesos como nunca antes. El jefe de Estación nos pidió calma y a continuación explicó la situación: más allá de los montes el temporal impedía seguir ruta. Sería cosa de una única noche y en la pequeña sala habilitada para los cinco o seis pasajeros había espacio suficiente. Me acomodé junto a la chimenea, al lado de una chica más o menos joven. Se presentó como adjunta a la dirección de una compañía de Bohemia-Moravia, no recuerdo bien. Hablaba perfectamente castellano y la noche se nos pasó entre libros, comidas, viajes y otras conversaciones más o menos amenas. En aquella estación rural, cuyo nombre era algo así como Bastilia, o por el estilo, nos dieron café, pastas y varias cosas más durante la gélida madrugada. Me gustó mucho su acento, pero también sus ojos me impactaron... Cuando llegué a la capital, con tiempo suficiente para enlazar con el avión a Madrid, adquirí un mapa e intenté comprobar el lugar en donde había pasado la noche: no aparecía. Pensé que el pequeño pueblo era poco más que una aldea, nada importante. Sin embargo, la duda o la sorpresa me atenazó cuando alguien de Información del Aeropuerto me explicó que la compañía anotada en la tarjeta de mi compañera nocturna de viajes no existía. Al subir al avión y escucharlo, apenas pude creer el mensaje del comandante: "Señores viajeros, la temperatura actual en Bohemia y Moravia es de treinta grados, propia del verano local. Abróchense los cinturones y...".

21 de septiembre de 2021

A contracorriente


Mientras espero, advierto ser el único que ha leído la indicación de la entrada ("máximo dos personas"), pues en el comercio debe haber, en ese instante, seis o siete individuos. ¡Qué más da! Además, en tiempos de dedo fácil y lectura radicalmente incomprensiva, tampoco sigo la corriente a las dos fumadoras que se ríen de la metereóloga Isabel Z. por no haber dicho lo que los memes dicen que sí dijo. Como suelo hablar con algún dato -a veces incluso con media docena-, la chica preguntó para los bomberos: "bueno, ya no como se apaga un volcán, obviamente, sino cómo se apagan los posibles incendios que se puedan producir a su alrededor, qué consejos les daría". ¡Qué sacaría con reíme de una persona que sabe más física que yo, por ejemplo! Sigo adelante con mi paseo, casi bajo la lluvia, saludando poco después a algunas personas, entre otras a una chica con El sí de las niñas en las manos; como me relaciona con la literatura, me explica que "está muy chulo", aunque su madre cree que los 8,74 euros que cuesta son un dineral, no así los 659 del móvil que se ha comprado tras el último, que se le cayó descuidadamente al váter. Al fin y al cabo, pensará, la Cultura está a un click de su dedo, ese del 40% de españolitos de a pie que no saben si una noticia es falsa o real o medio manipulada, por eso Reuters resalta con asombro que el estar informado cada vez va a menos, así como la indiferencia ante los ataques de la prensa. ¡Lo que estarán disfrutando algunos poderes fácticos! En esas, paro en el kiosko, compro el periódico en papel y me siento a leerlo, lentamente, tomando un café, porque la más de las veces sienta bien ir contracorriente.

28 de julio de 2021

Noche en el tren


Confundí mi billete y el tren partía en mitad de la noche, como antaño viajaban los jóvenes sin dinero, regresando a sus pueblos después de la suerte, el infortunio o la mili, yo qué sé... El andén estaba casi completamente desierto, más allá de las risas sinceras de dos estudiantes que habrían firmado esa misma cálida mañana de verano sus últimos exámenes del curso; el jefe de Estación fumaba, alejado, un pitillo necesariamente atiborrado de nicotina. Otra persona leía un best seller, el último de no sé qué famoso autor... Mientras, yo terminaba mi bocadillo de jamón y dejaba reposar el café con leche en un vaso de papel con tapón de plástico. El comboy entró diligente, ruidoso, iluminado, desierto: apenas unas pocas cabezas de perfil, como las caras de las monedas de antes, cuando además de paisajes europeos había en ellas líderes. Yo qué sé, era de madrugada en aquella estación de cualquier lugar de Castilla. Subí rápido, pues el pitidito de partida no perdonó ni los dos minutos que indica el billete que, por fea costumbre, suelo imprimir en papel. Me senté frente a la chica taciturna -o adormilada, vaya usted a saber si soy imparcial ahora describiendo- que resultó ser habladora, estudiante de letras, lectora como yo de Philip Kerr e inteligente hasta el paroxismo... Así el viaje, además de aventura, resultaba de inmejorable compañía. Paramos dos o tres veces en ciudades en duermevela y con la luz baja, perdidas entre las dos castillas y la capital del país. Cuando de amanecida me tocó bajar en una estación de La Mancha, cálida y ya medio despierta a voces, la muchacha dormía. La miré, me despedí en silencio y bajé. Poco más tarde, cuando buscaba en mis bolsillos la llave del coche, no sin antes interrogarme cinco veces cuál era la letra y el número y la zona exacta de su ubicación, me apareció una nota con un nombre, un teléfono y un "llámame, por favor".

13 de julio de 2021

Recuerdos


La tormenta casi nocturna nos impidió continuar el trayecto y, a un paso de la frontera con Portugal, tuvimos que parar y refugiarnos en el pequeño bar de carretera. Viajaba con gente totalmente desconocida, por lo que me senté solo al fondo, ensimismado en mis recuerdos. Cerca de allí estaba la cafetería en la que me encontré con ella la primera vez, en donde hablamos de mil cosas, especialmente de su creatividad artística. Después, como yo andaba errante, me invitó a descansar en su casa; fue cuando más constancia tuve de su personalidad, de sus palabras, de sus rizos, de sus tatuajes... Las estrechas calles del antiguo barrio judío donde vivía me dejaron el claro recuerdo de sus fotografías, ahora publicadas en revistas de medio mundo, como esa tan importante de Nueva York... Ahora, sentado en el bar, esa noche de tormenta, frente a un triste bocadillo de tortilla francesa y un café solo muy caliente, me vino el eco de su recuerdo... El eco de una de esas personas que, aunque hayas visto únicamente una vez en tu vida, han dejado un poso indeleble de alegría, como ella aquella otra noche de hacía ya algún tiempo. 

Modelo: Paola García. Foto: Carmen Sánchez Lices.

28 de junio de 2021

California Dreamin


Con las prisas de un mal sueño corro hacia la taquilla e inserto la tarjeta de viaje: el tren apenas ha arrancado y subo de un ligero salto a la plataforma final. Camino por el pasillo, desierto ese domingo de verano en California y allí la veo... Agazapada tras un best seller de bolsillo y aislada del mundo por sus auriculares, la misma chica de siempre: solitaria, con un café del Starbucks entre las piernas. Coincido con ella casi cada día, como con esas otras personas a quienes no conozco, pero cuyos rostros ya me son familiares. Gente del mundo, tan importante para alguien como lo somos tú o yo... Algunos días se me queda mirando, con esa fórmula de atisbar la tranquilidad por viajar con gente habitual: un miedo menos. A veces me pregunto quién será ella; o quién aquel ejecutivo con el Times; o la muchacha con las bolsas del Mall en el viaje de vuelta, sobre las seis... En el fondo aquí somos todos gente solitaria, viajemos hacia Berkeley o hacia San Diego. Algunos días nos molestan los grupos de playa, con sus ruidos, sus tablas de surf y sus formas estridentes de llamar la atención... pero el tren es de todo, ¿no? Cuando voy a bajarme tengo la costumbre de mirar unos segundos hacia atrás, como diciéndole "hasta mañana".

30 de mayo de 2021

Mirar atrás

 

Me gustó volver a aquel lugar que tiempo atrás había representado un punto de encuentro para creadores, artistas y estudiantes. Donde las conversaciones seguían siendo ruidosas, aunque con mascarilla. Fui a la barra y pedí un blanco, muy frío; giré y vi pocos espacios vacíos: al fondo, una mujer de ojos expresivos y alegres manipulaba una cámara fotográfica. Educadamente le pregunté si podía ocupar la silla contigua, sólo un momento. Comencé a leer el diario, anoté algo en un cuaderno cuya tapa estaba ya casi suelta y, sin preámbulo me dijo: "es curioso que ya no me recuerdes". Me paré a pensar y por mucho que intenté apartarle mentalmente la mascarilla, no caí en la cuenta. Imposible. Se dio por vencida y me dijo quién era y de qué nos conocíamos. Me alegré, no miento. Nos pusimos al día más allá de dos o tres vinos y de la comida. Sentí la sensación palpitante de que el tiempo trancurría sin importarme, sin ruidos, más allá de esa forma de gesticular suya. Se nos hizo la noche y nos echaron casi a patadas del viejo sitio al que una avería del coche me había hecho regresar. Llegó el momento de despedirnos, sin inercias prolongadoras de la charla. Le ofrecí mi ayuda, me sonrió y se acercó; tras un profundo beso en los labios se fue diciéndome, a gritos y de espaldas: "muchos discursos, muchas promesas, planes de futuro... muchas cosas nunca cambian, mírame: siempre joven y siempre sin un sueldo decente ni estable... aposté por ser inmortal y la eternidad sólo es para nosotros, los pobres". Sonreí, porque la felicidad era eternamente suya... 

 Modelo: Paola García. Imagen: Sergio Fdez.

 


6 de mayo de 2021

La última tarde de algo


Quedar con alguien despierta emociones inusitadas, distintas de otras sensaciones vitales. Cada cosa, con su ritmo, mantiene los nervios de un tono distinto. Aquella tarde llegué al Gran Café de Oriente de Praga con la misma puntualidad de otros momentos; saludé de lejos a Anezka, una camarera conocida, con la confianza de tantas otras tardes atrás. Y me senté frente a ella, sentada en la mesa de siempre. Con el tiempo las personas perdemos intensidad, posiblemente, aunque debajo de la mirada distraída nos quede la ternura y el recuerdo de tantos momentos, incluidas las caricias, las sonrisas y los síes a todo. La rutina instintiva me hizo pedir el trozo de tarta de tres chocolates habitual, con el mismo café vienés de la casa. La conversación ni siquera existió: ni vibración, ni fluidez, ni interés siquiera. No sé qué pudo pasar hasta llegar ese punto, ambos, cuando tiempo antes habríamos dejado cualquier cosa para contestar el mensaje más inmediato del otro. Ella sonrió forzada, me preguntó con normalidad y yo anoté en mi cuaderno sus pasos de ese día. Al tiempo, ella fue sincera: "te vas mañana, ¿verdad?". No hubo ninguna tensión: "El vuelo sale mañana, sí". Sonó a la última tarde de algo imprevisto. "¿Me llamarás?", añadió mientras salía del local, despidiéndose de Anezka con la mano. "Quizás", le respondí, mientras caminaba ya en dirección contraria.

25 de abril de 2021

Otros caminos

La sala de conferencias del hotel de Praga resultaba inescrutable; mucho más porque yo llegaba tarde y no encontré el cartelito con mi nombre. Me senté al final, para evitar el inglés oficial; por culpa de las mascarillas apenas pude reconocer a nadie. Hubo algo de tertulia, ciertamente interesante, al final; luego, en la cena, junto a mí se sentó una antigua compañera. Reconozco que el tiempo hace mella en mucha gente y tengo para mí que es notable en la gente de literatura, de las humanidades en general. Hablamos mucho, incluso de las huellas que el rencor dejó en ambos a cuenta de viejas rivalidades, por los egos subidos de tono, por fallos de cuando todos éramos tremendamente jóvenes. Por eso me sorprendió la invitación a su habitación, que acepté con la naturalidad que da la madurez, supongo. Me sorprendió que su cuerpo aún estuviese lleno de heridas y de rasguños por la vida, pero lo reconocí a pesar de los años de silencio. A veces, lo bueno y lo malo ocurren cuando no nos corresponde y cuando lo recuerdas, tan sólo es el ruido del tiempo. Por la mañana, mirando los dos por la ventana hacia el Puente de Carlos, me respondió a las dudas tantas veces agarradas al estómago: "me faltaba una asignatura y tú llevabas otro camino".
 

4 de abril de 2021

Ojos sobre la mascarilla


Sucede en una mañana festiva, tibia y silenciosa de primavera. El tren de cercanías va en silencio: acaso somos seis o siete personas. El despertador ha sonado algo antes de lo habitual un día como hoy; tras la ducha y un primer café aguado escojo algo que combine con mis años mentales, no con esos otros del DNI. Al salir a la calle he visto chicas corriendo o en bicicleta, también chicos entrenando en grupo. He sido horriblemente puntual, pero sólo yo. Desde el fondo emerge su silueta y debajo de la mascarilla, seguro, una sonrisa. Ni los móviles ni la pandemia me han quitado la emoción de quedar con alguien, como cuando con veinte años: mitad nervios en el estómago, mitad timidez al mirarla a los ojos. Luego, frente al café, minutos que vuelan y miles de cosas que se pierden, para dejar paso a otras. Con el segundo cortado la camarera nos obsequia un cambio de hilo musical: aparecen ecos de los noventa. Me fijo en sus ojos, pero también en sus uñas: ahora las mujeres adornan sus uñas con mucha elegancia, combinando quizás con la ropa, o los pendientes, o el tono del cabello; quizás, incluso, con sus ojos. Me fijo en cómo gesticula con las manos, explicando no sé qué de un trabajo suyo... Nos dan la hora y hay que irse. En estos casos lo suyo sería un beso, pero lo prohíben las autoridades sanitarias, así que nos emplazamos hasta pronto. Camino de donde sea que yo vaya, en un banco, dos novios, ambos pegados al móvil, sin enterarse de que la vida son unos ojos hermosos sobre la mascarilla. 

13 de marzo de 2021

Pasos en falso

 

Cuando llegué a la estación, el tren partía ya, imparable; allí, en mitad de la noche gélida de una ciudad desconocida, estaba yo. Volví sobre mis pasos hasta el centro de la ciudad y encontré libre la habitación mal ubicada y peor ventilada de un viejo hotel que había vivido mejores momentos hacia la Segunda Guerra Mundial, no creo que después. Abajo, en el Café Royal, hubo tiempo, hasta la mañana siguiente, de dar cuenta de algún buen bourbon. Su música era manifiestamente mejorable y las voces en gritos de la clientela constituían la banda sonora de quienes no dormimos, atenazados por el recuerdo de pasadas meteduras de pata. Dejé sin contestar algunos whatsapp y en otros advertí que el día siguiente sería largo para mí. Seamos sinceros, el mal humor por perder el tren y por algún mal negocio me impedía fijarme en que de noche todos los gatos son pardos. Saqué un par de folios, un bic y me disponía a tomar notas cuando la joven camarera, sin duda temporal a la espera de algo mejor pagado, me rellenó el vaso y me obsequió con una mascarilla con el logo de la casa. Así fue otras dos o tres veces más, pero con café, como para subir la tensión a mil. A las cinco, la muchacha se sentó frente a mí, supongo que hasta las narices de servir a noctámbulos como yo. Me preguntó varias cosas, incluido el 'qué te trae por aquí', así que tampoco era cosa de ser grosero con lo único positivo de la noche. "Me trae un divorcio", respondí. Ella se sorprendió, tal como mostraban sus enormes ojos azules: "Sí, mujer, todos nos divorciamos de alguien o de algo en la vida; todos damos pasos en falso". Sonrió, como diciendo 'tienes razón'. 

24 de enero de 2021

Tras los viejos pasos


Al llegar al viejo barrio, antes tan habitual, su paisaje había cambiado por completo. Una visita rápida me había llevado allí de nuevo. Dejé el equipaje sobre la cama del hotel y salí en busca de algún lugar en donde tomar algo; pero la apacible noche, rota por el ruido del tráfico, me invitó a pasear. Quizás la fisionomía de las calles era la misma, como también el acento de los grupos de adolescentes caminando por las amplias aceras; paré, confuso, frente a una sucursal de Fnac, en la misma acera donde ya no estaba la vieja panadería en donde comprábamos pasteles algunos días, al salir del Instituto público en donde había dado clases Gerardo Diego. Tampoco el cine de enfrente existía ya, ni el de la semiesquina, en donde recuerdo haber visto Payback. Ni la taberna de tapeo en la que comprábamos bocadillos, cuando no íbamos al Burguer -ese sí resiste-. Creí no reconocer ya el lugar: la famosa tienda de bacalao islandés, cerrada; la tienda de lámparas contigua, ídem. Incluso la vieja tintorería junto al cine, que los días de frío exhalaba calor, es ahora una franquicia de moda pija y horrorosa -sin que lo uno y lo otro vayan unidos-. Probé suerte en dirección al Retiro: los dos o tres sitios de cañas, reconvertidos en efímeras franquicias, ya no tienen gracia. Giré, ahora Goya abajo; además de la iglesia en donde en 1936 mataron a los hermanos del cuñadísimo, queda el nombre de la vía pública, casi nada más. Las tiendas de ropa son otras y la música a toda pastilla impide hasta entender la etiqueta. Se ha salvado Viena-Capellanes, la vieja pastelería de Pío Baroja y el edificio rehabilitado tras un bombazo de ETA es ahora, irónicamente, la Audiencia Nacional; incluso el enorme y viejo Instituto de Antonio Domínguez Ortiz, Gerardo Diego o García-Posada parece realmente del siglo XXI -con el frío que pasábamos allí en el XX-. Pedí un bocadillo en un Pans y decidí volver al Hotel y, quizás, a otra época entre Leguina y Ruiz Gallardón, o entre Barranco y Rodríguez Sahagún.