28 de julio de 2021

Noche en el tren


Confundí mi billete y el tren partía en mitad de la noche, como antaño viajaban los jóvenes sin dinero, regresando a sus pueblos después de la suerte, el infortunio o la mili, yo qué sé... El andén estaba casi completamente desierto, más allá de las risas sinceras de dos estudiantes que habrían firmado esa misma cálida mañana de verano sus últimos exámenes del curso; el jefe de Estación fumaba, alejado, un pitillo necesariamente atiborrado de nicotina. Otra persona leía un best seller, el último de no sé qué famoso autor... Mientras, yo terminaba mi bocadillo de jamón y dejaba reposar el café con leche en un vaso de papel con tapón de plástico. El comboy entró diligente, ruidoso, iluminado, desierto: apenas unas pocas cabezas de perfil, como las caras de las monedas de antes, cuando además de paisajes europeos había en ellas líderes. Yo qué sé, era de madrugada en aquella estación de cualquier lugar de Castilla. Subí rápido, pues el pitidito de partida no perdonó ni los dos minutos que indica el billete que, por fea costumbre, suelo imprimir en papel. Me senté frente a la chica taciturna -o adormilada, vaya usted a saber si soy imparcial ahora describiendo- que resultó ser habladora, estudiante de letras, lectora como yo de Philip Kerr e inteligente hasta el paroxismo... Así el viaje, además de aventura, resultaba de inmejorable compañía. Paramos dos o tres veces en ciudades en duermevela y con la luz baja, perdidas entre las dos castillas y la capital del país. Cuando de amanecida me tocó bajar en una estación de La Mancha, cálida y ya medio despierta a voces, la muchacha dormía. La miré, me despedí en silencio y bajé. Poco más tarde, cuando buscaba en mis bolsillos la llave del coche, no sin antes interrogarme cinco veces cuál era la letra y el número y la zona exacta de su ubicación, me apareció una nota con un nombre, un teléfono y un "llámame, por favor".

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