20 de diciembre de 2020

El silencio ya es decir algo


Hacía frío aquella noche en el andén de Calais, pero el tren ya estaba situado en su lugar, lo cual me facilitó subir de inmediato. Llegué con cierta antelación y un muchacho de la compañía me ayudó a acomodar el equipaje sobre mi asiento; me senté y anoté todas las ideas, recuerdos y circunstancias de esos días... A mi lado pasó un eminente investigador científico norteamericano junto a su nueva pareja: ambos me saludaron amablemente y siguieron hacia los Wagon-Lits. Al poco, una azafata bastante simpática y con un excelente español me ofreció tomar algo que rechacé y la vida se fue apoderando de aquel tren nocturno, con destino a algún lugar de Europa. Tiró con fuerza y los pilares de hierro de la estación se fueron alejando, mientras yo recordaba con insistencia las jornadas anteriores. En un momento dado, pero aún no de madrugada -creo recordar ahora-, advertí una mirada enfrente; unos ojos del pasado, mil veces entrevistos, pero ahora distantes y olvidados. Ocupaba unos asientos más allá y supongo que cayó en la cuenta, tras la mascarilla, de que en el otro extremo iba yo. Lo normal en estos casos, por cortesía supongo, hubiera sido acercarme y pronunciar alguna frase de circunstancias, de esas que no te salen bien, como "¿qué haces aquí?" o "¡Qué casualidad!", incluso un "¿Cómo va todo?" No quise decirle nada. El tiempo y el silencio son buen remedio y antídoto para todo mal, dicen; y en la vida, el silencio mismo ya es decir algo.

8 de diciembre de 2020

Mask


Sin distraerme fui directamente hacia la parada del bus que une Boston con Hanover, New Hampshire. La gélida noche de noviembre apenas me permitió mantener firme la mascarilla y buscar el billete en el bolsillo. Pregunté a una joven delante de mí, sin duda universitaria por la tres maletas tamaño familiar que la delataban. En la parada quedaban carteles electorales, pero únicamente me fijé en los azules, más esperanzadores sin duda. El silencio se hizo absoluto, a diferencia del viaje anterior; algo así como si la mascarilla cortara de raíz el rollo, porque anda que no hablan los universitarios cuando viajan. El trayecto nocturno hasta el College me resultó absolutamente frío y descorazonador: en el interior del vehículo nadie habló, sin exceptuar a quienes hacían el viaje juntos. La pandemia confiere un halo de miedo absoluto cuando te ves en un lugar cerrado junto a desconocidos. De vez en cuando la chica de la fila, ahora arriba y sentada en impares, miraba hacia mí: leía Los santos inocentes, de Delibes, una de las lecturas que yo mismo recomendé antes del mid-term. Seguí avanzando sobre Tormento, de Pérez Galdós, pues las tres horas de trayecto -paradas incluidas- dan para mucho. Sonido de mensaje en mi móvil: "Profesor, ¿no me reconoce? Soy, Kate, su alumna". Levanté la mirada y, efectivamente, encima de la mascarilla esos ojos me recordaban la tercera fila, siempre tomando apuntes e interesada en la vida de los autores. "¡Qué alegría que vuelvas sana y salva!", respondí protocolariamente. Más adelante, añadió: "¿Sabe, profesor?, sus lecturas me ayudaron a pensar y me sirvieron para decidir mi voto", lo cual me alegró. En la puerta del Hanover Inn nos despedimos, hasta la primera clase, sin duda dura porque el nivel subiría. Quise ser cortés con ella y le pedí que algún día, cuando todo esto pase, me deje ver también la inteligencia de su sonrisa, sin la mascarilla, claro está.