22 de junio de 2011

"Mi novia me estresa"



A lo peor es que estaba borracho aquella noche. El caso es que, si lo llego a saber, no le tiro los tejos a Monique... Lo prometo, si llego a saberlo, me hago monge de clausura. Aunque, quizás sea mejor exponer los hechos: Monique es francesa, una chica muy mona, estudiante Erasmus en Madrid, en donde la conocí. Fue uno de esos episodios que uno vive de forma extraña: no tenemos nada en común, pero me lancé y me declaré y, contra todas la quinielas -Juárez, el de Informática, llegaba a pagar 10 contra 0 a que me decía que no- me dijo que sí. ¡Y en qué hora! Vaya por delante que no tengo ni un duro, pero a pesar de ello trabajo en un VIPS los fines de semana y todo lo que saco me lo gasto de lunes a viernes con Monique: cine, teatro, restaurante -y no se conforma con un Lucca o un VIPS, no-, café en Sturbucks y todas esas cosas que, sinceramente, también a mí me apetecen, pero estaréis conmigo que para un estudiante de Filología como yo no van; y más con la crisis que hay. Luego está lo demás: si mando un sms se molesta porque interrumpo o lo envío en mal momento; si no lo envío, que soy un soso y que no la quiero... Si llamo peor: o está estudiando o cocinando o hablando con su mamá, en París de Francia. Si no llamo, que hay que ver estos españoles, que solo pensamos en nosotros mismos, que no la comprendo... todo eso... Y de fútbol nada, porque yo soy del Madrid y ella... bueno, ella, pues se ha hecho del Barsa. Así, como diría uno que yo me sé, no hay manera. Lo último es que hagamos un viaje en el Orient Express, que con la suerte que tengo, seguro que matan a alguien y nos quedamos atrapados en la nieve mientras molesta el señor Poirot con sus investigaciones...

12 de junio de 2011

"La chica del Instituto"



Mary Douglas era la hija del rico del pueblo -hace veinte años-, cuando yo estudiaba en un instituto de Iowa y como todos mis compañeros estaba profundamente enamorado de ella. Lo malo es que yo no era como los otros: no hacía deporte alguno ni me gustaba la misma música ni siquiera iba con ellos por las tardes al río, en donde se reunían todos. Yo pertenecía al club de lectura de la escuela secundaria -compuesto de tres o cuatro empollones- y después de las clases me iba a casa; algunas veces, incluso, ayudaba a mi padre en la ferretería. Se puede decir que desde el principio se daba por hecho en clase que Mary me rechazaría, como finalmente ocurrió. Aquello hizo que sufriera una terrible depresión, de la que me recuperé tres meses después cuando todos iban ya a la Universidad y se habían desperdigado a lo largo de los Estados Unidos. Un día Malcolm Hustings, un inglés estirado que estudiaba matemáticas en Oxford cuando yo hacía allí mi carrera en letras -becado por una institución protestante-, me dijo que nadie se acordaría nunca de mí "salvo que salgas en las enciclopedias". Me hice escritor y gané el Pulitzer; escribí guiones de cine en Hollywood y me dieron un Óscar; me casé y me divorcié con una conocida modelo y salí durante semanas en las revistas más importantes; y ahora aspiro a un premio internacional por un ensayo mío sobre el mundo actual. Se puede decir que quise joder a Mary haciéndome famoso y saliendo en la enciclopedia, no con el propósito de que ella se lanzara a mis brazos, sino para que sufriera por haber cometido un inmenso error durante su adolescencia en Iowa; o lo que en mi interior sólo yo consideraba un error, contra la opinión de los demás, incluida ella. Ayer estaba tomando un café en un Sturbucks de Long Island cuando creí ver a Mary; eso sí, algo mayor, más gordita (ya no era aquella joven hermosa de largos cabellos) y vestida como una de esas ejecutivas de la Gran Manzana que aparecen en algunas novelas de mi querido amigo Paul Auster. Y entonces pensé en lo estúpidos que somos los hombres intentando conseguir propósitos absurdos que no conducen a nada: ¿por qué sigo pensando en Mary Douglas si murió en mi mente hace veinte años?

11 de junio de 2011

"El detective"


Todos tenemos un héroe, eso es innegable, o una heroína, que para el caso juega el mismo rol. Y tengo que reconocer que si me hice detective privado fue por culpa del teniente Colombo, de la policía de Los Ángeles. Sí, por aquella época, cuando ponían en la tele su serie, me la tragaba entero, hasta que un día decidí hacer un curso en el seno de la policía de Los Ángeles, impartido por el señor Colombo, y después abrir mi propia agencia. Al principio ya se sabe: cosas de cuernos, asuntos turbios entre socios, cosas de esas; hasta que un día salta tu caso y de ahí vas pasando de uno a otro hasta hacerte archifamoso, como yo, y sales en la tele y todo. Olvídate de Philip Marlowe, de Bernie Gunther, de Hércules Poirot y todos esos, incluido el teniente Colombo, claro. Yo, sólo yo, el que descubría la infidelidad de los maridos por la mancha de carmín en el cuello de la camisa o los desfalcos porque un empleado de banca se iba a Punta Cana de vacaciones después de tener un sueldo de ochocientos euros. ¿Qué cual es mi secreto?: "¡Ah, una cosa más, señor...".

10 de junio de 2011

"Ivana"




Cuando decidí dejar Venecia para venirme a la casita del lago, satisfacía un deseo íntimo de Ivana, mi amante -nunca formalizamos el matrimonio-: ella me quería lejos porque en el fondo me odiaba, o al menos eso intuía yo. Lo que ninguno de los dos esperaba era el desenlace de nuestra historia, que había comenzado en una pequeña escuela de un núcleo rural de Ucrania aproximadamente en 1994. Hay veces que te empeñas en pensar que todo el mundo es bueno y realmente no te das cuenta de que todo el mundo está a mitad de camino entre ángel y demonio. Lo malo es que cuando sabes bien las cosas es demasiado tarde para cambiarlas. Dicen algunas voces sabias, generalmente mujeres ancianas que se sientan a coser a la puerta de su casa en Nápoles y Sicilia, que el tiempo realiza una foto fija de cada cual y que esa es la imagen que perdurará hasta el final de los tiempos. Ahora que me han despedido del banco -ERE le llaman en España- y que tengo mucho tiempo libre para pescar en el lago, rememoro cómo en su momento di suma importancia a ciertos asuntos que no la tenían y dejé a mi familia abandonada a su suerte. No supe ver que Ivana era en el fondo un espíritu libre aún comunista -pero consumista- y yo precisamente lo contrario, efecto secundario de haber estudiado en Oxford. Tampoco supe ver que en la vida uno debe elegir por sí mismo sin preguntar a nadie: los consejos son malos porque nadie está en tu piel. Y por último, tampoco supe ver que Ivana no era mujer para mí. Ella me echó de casa con su indiferencia y yo me vine al lago a pescar y a beber vino blanco en una pequeña taberna que regenta un tal Giulio. Pero precisamente cuando te hacen la foto ya no te pueden mover: no sé si con acierto o equívoco, Ivana me fue retratando como un ser despreciable poco digno de una mujer como ella; un hombre poco apropiado para presentar a todas sus amigas, iniciadas de la moda de Milán y exquisitas visitantes de las más finas trattoria de Roma. Incluso, creo -aunque no sé si es cierto-, que alguna de ellas lee a Umberto Eco. Algún futbolista del Milán o del Inter ocupa su tiempo libre introduciéndose en la cama de algunas de ellas. En fin, esas cosas en las que no entra tener un marido empleado de banca que no da buena imagen. Cuando detectaron el cáncer en el cuerpo de Ivana el único teléfono que le descolgaron, de todos a cuantos llamó, fue el mío. Confieso que pensé que sería alguna pagamenta que me tocaba ingresarle en cuenta y que llamaría apremiando; pero no, llamó pidiendo comprensión. Y yo, que además de pescar y de beber vino blanco soy un simple oficinista en paro, trato de estar puntual en sus sesiones de radioterapia y luego acompañarla a su casa para cocinarle spaguetti, que es su plato favorito. Incluso si el coche no me arranca -que es frecuente- dejo la pesca para otro día.

9 de junio de 2011

"El candidato"




La república barataria de Castilandia del Norte se quedó sin presidente tras la dimisión de Porfirio Manuel Iamhere a mitad de mandato, quien había gobernado dos legislaturas consecutivas el país gozando de sendas mayorías relativas y no pudo afrontar la crisis de gobierno bajo su tercer mandato, ocasionada porque el Ministro de Baratijas y Azulejos había robado un tebeo en un mercadillo de la capital. Ahora, según la ley, había que abrir el proceso de selección de candidato presidencial introduciendo en el ordenador central del Ministerio de Informática y Propaganda Oficial los parámetros que se requiere para ser jefe de la nación. La Constitución de 1899, aún en vigor, propugna claramente un hombre recto -desde 1929 también puede ser una mujer, adelantándose así en mucho a otros países occidentales del Norte-, intachable e intocable. Algo difícil, pensaba el funcionario Arthur Idontknow, pues la mayoría de esos hombres estaban trabajando en cargos subalternos de la administración; eso sí, su ayudante, María Idaho, no cesaba de introducir los items para que, a posteriori, el código logarítmico sacase el candidato del Partido Impar y el del Partido Par. María tecleaba rápidamente, tal como había aprendido en su máster por la Universidad Internacional de Valdepinar de Castilandia del Sur, una institución creada en 2011 por un grupo de filántropos escindidos del Partido Pi y que preparaba a los mejores universitarios para cargos intermedios de la administración, quizás con la intención malsana de sacar del poder por la fuerza de los ordenadores al presidente Porfirio M. Iamhere -ahora dimitido e interino-. La hoja de word iba recogiendo los requisitos legales: "debe ser impoluto; hablar dos idiomas mínimo, sin contar el nacional; incorruptible -ni dinero ni sexo ni trajes ni subvenciones a sus hijos...-; frugal en la comida y en el ocio; debe ser licenciado o doctor y tener don de gentes; preferible haber leído más de cinco libros en su vida -sin contar los de la carrera y los de los cursos formativos- y estar casado; obligatorio profesar una religión sin fanatismo -pero participar así mismo en tertulias de ateos y agnósticos con total normalidad-; importante haber viajado por el mundo y tener criterio propio". Cuando María concluyó la tarea, secó el sudor que le perlaba la frente y comenzó a comer su sandwich mixto del mediodía. En doce minutos tendría dos candidatos óptimos. Arthur Idontknow no lo podía creer, era imposible en un país de cuarenta y cinco millones de habitantes como Castilandia del Norte; pidió de nuevo la hoja de word a María Idaho incrédulo; debía ser sin duda un error, un fatídico error de logarítimos o en la construcción del ordenador; algo imponderable que traería consecuencias funestas para la nación: "Número total de candidatos posibles: 0" (cero no es una cantidad razonable, pensó Arthur Idontknow).

8 de junio de 2011

"La crisis de los treinta"



Me decía Edmond que eso de la crisis de los treinta es una estupidez; una argucia que usan algunos -no él, insistía- para justificar todo lo malo que ocurre, porque, seguía insistiendo aquel día mientras bordeábamos el Sena, nadie achaca lo bueno a la racha de los treinta. Claro, que Edmond era un bohemio, un pintor de brocha gorda que se dice a sí mismo artista -sus cuadros son una falacia, un conjunto de colores amalgamados de mala manera que avergonzaría a cualquier otro pintor de vanguardia- y que cada mes tiene una casa nueva, una novia nueva y una idea nueva en mente, pero nunca hace nada y lo poco que hizo fue hace ya algunos años, antes de De Gaulle, creo. Yo, cuando cumplí los treinta, empecé a ver el mundo tal como es: lleno de políticos corruptos e ineptos e incompetentes; dejé de darle importancia a la formación por cuanto todo lo que sepas no te sirve si no tienes algún enchufe que te ayude y, lo peor, empecé a ver el sexo como algo secundario. Sí, fue a los treinta cuando todas -absolutamente todas- las mujeres tenían algún encanto más allá del físico, sobre todo si esta era una intelectual que te facilitaba una conversación inteligente. También fue por entonces cuando conocí a Colette, en Nueva York, en una de las exposiciones horribles pero llenas de estupendos canapés que daba por aquellos años Edmond -por cierto, que por entonces se había desencantado de Hitler y coqueteaba con Stalin, el muy bohemio pero totalitario- y a la que acudían snobs tipo Gran Gastby y ex princesas rusas venidas a menos -me sonrojo al pensarlo: me gastaba toda mi fortuna en un pasaje-. Colette era esa magnífica latina pequeña, morena y voluptuosa que me hablaba entre susurros por las noches y que odiaba tanto como yo a Edmond y de quien jamás supe su verdadero nombre argentino; y nunca me importó su forma de ser ni que su cuerpo, a pesar de voluptuoso, no fuera del todo perfecto ni sus conocimientos tampoco, porque nos reíamos juntos antes de besarnos y abandonarnos en los brazos de nuestros respectivos amantes, que convivían con nosotros en la mansión de su familia, muy cerca de donde se ubica el puente de Brooklyn.

7 de junio de 2011

"Si me dices ven, salgo huyendo"




Estás completamente ida; tu enfermedad no es común: cambias de ánimo con tanta premura que soy incapaz de entenderte... ¿Es posible que tengas deficiencia de litio? Cuando te conocí y decidí tirarte los trastos eras otra, aquella muchacha rubia que caminaba por el embarcadero de un lago en el Norte de Vermont. Un típico español apabullado por la inmensidad norteamericana y que, de pronto, ve a una mujer así, sin el complejo pequeño burgués de las ciudades españolas o provinciano de los pueblos de la piel de toro. Una mujer como tú... ¿Quién me iba a decir que eres una perturbada? Una de esas locas obsesionada con que mi corbata esté en consonancia con no sé qué (que haga juego, diríamos en España); en variar la dieta y eliminar las grasas, hasta tal punto que en la barbacoa de los McCain de mayo me comí una ensalada de brócoli en el colmo de la absurdez o de la estupidez. Eso sí, llevas las cuentas como nadie. Pero estás loca... Nunca compras en la red porque te destrozó la idea, en 1995, una película de Sandra Bullock; sueñas con que te suplanten la personalidad o que yo deje de quererte y por eso cada día marcas mi móvil treinta y siete veces. Alabas mil virtudes en los hombres españoles que para sus mujeres serían terroríficos defectos. Calientas el café dos veces y me impides ir al Sturbucks, cosa grave, diciendo que el de casa es mucho mejor. Estás loca, inmensamente loca. La próxima noche que me esperes ceñida en ropa interior de seda negra y me digas "ven", salgo corriendo y no paro hasta Canadá, mi amor.


Mirar una imagen



Es un lugar del mundo, llegado a España mediante esa exposición que se titula Photoespaña. La mujer trepa hacia la acera con demasiada energía, parece que caerá contra la pared. La calle es estrecha, pese a que el crío de la bicicleta mire al objetivo de la cámara. No es ahora, quizás sea 1976 o 1977; quizás sea un lugar del interior de la Argentina, bajo la dictadura. En cualquier caso otro tiempo.

6 de junio de 2011

"¿Y si pierdo la memoria?"



Estoy condenado a perder la memoria, sobre todo porque he vivido acontecimientos que me han marcado por una cosa o por otra; algunos bajo tensión. Cuando yo era pequeño estalló el reactor nuclear de la central de Chernóbil (Rusia); siendo más o menos adolescente cayó el Muro de Berlín ("Yo también soy berlinés", Kennedy dixit); en mi plena adolescencia cambió el gobierno del país por vez primera en catorce años y durante mi primera juventud ví cómo desaparecía el World Trade Center de Nueva York por culpa del terrorismo; siempre, o casi siempre, he conocido algunas mujeres, de esas que te seducen aunque después se vayan... y, más tarde, ¿qué haré cuando apenas sea consciente de que no soy yo?


Un día, hace muchos años, en la biblioteca, conocí a una chica realmente hermosa, aunque ahora no recuerde con exactitud sus facciones ni qué materia estudiaba ni si era exactamente hermosa, es un decir, puesto que estábamos en la Biblioteca Nacional y la edad se prestaba a falsos juicios. Aproveché una de sus salidas al descanso (¿quién nos marcaba entonces el descanso?) para escribirle apresurado un poema, que apenas medí y cuyos versos salieron presurosos: quizás Cela diría que tardé lo que se tarda en mear. A su vuelta, ella apreció el papel y leyó el poema, alzó la vista y dirigió su mirada hacia mí. Jamás volví a saber de ella ni la volví a ver a partir de dos o tres días después del poema, fecha en que sería el examen, digo yo.


Por aquellos años, que no podría marcar en el calendario, porque lo mismo podía ser 1997 que 2000 y la diferencia, si no me falla más aún la memoria es de tres años, tenía de compañera en una asignatura de la tarde, fonología o fonética del español, cualquiera sabe, a una muchacha rubia de Leganés o de Móstoles, no sé, uno de esos pueblos iguales del sur de Madrid que hoy se conectan entre sí por el metro. Lo cierto es que era excesivamente tímida, rubia y creo que alguna vez me dijo que iba en turno de tarde porque trabajaba por la mañana (yo lo hacía porque con esa profesora era más fácil aprobar que en el turno matinal). Hablamos miles de veces en el tren al irnos juntos. No recuerdo hoy ni su nombre.


Y si pierdo del todo mi memoria, entonces... ¿qué haré?

2 de junio de 2011

Doce poemas manuscritos de Luis Alberto de Cuenca

Para tocar, para leer, para oler, para mirar, para coleccionar, para regalar, para disfrutar… así son los libros de artista de El gato gris, únicos como son todos los libros de bibliofilia. Libros realizados con papeles de alto gramaje en los que se imprimen los poemas tal como salieron de la mano del poeta, sin intermediarios. Libros en los que se ensalzan las palabras, por supuesto, pero que también se alían con las imágenes: grabados, litografías, dibujos... Libros que están encuadernados… sin encuadernar, porque los libros de artista de El gato gris son originales hasta para eso. Libros que se guardan en un contenedor de madera noble para proteger dones preciados tales son las palabras y el arte.

Corren malos tiempos (como siempre), pero, aún así, José Noriega desde su molino de Velliza sigue imprimiendo libros. El último, el número 28 de la colección manuscritos, lleva la firma del prolífico poeta Luis Alberto de Cuenca, un referente ineludible en las letras contemporáneas españolas.


La obra Doce poemas (ISBN 978-84-95530-23-3) son eso, doce poemas manuscritos por el autor, impresos uno a uno en oloroso papel de trapo de alto gramaje, acompañados por sugerentes dibujos infantiles y guardados en una caja con “alma de roble”, según reza la justificación de esta edición limitada a 135 ejemplares y firmada por los artífices de la obra.

En esta exquisita edición Luís Alberto de Cuenca retoma su tema preferido: el erotismo, el inicio de la germinación, simbólicamente representada, en tantas obras, con la figura del niño, quien se erige, por ser quien es, en el mejor guía para la creación, uno de los pocos caminos que nos llevan hasta el centro del espíritu humano.

Vale la pena acercarse a la palabra de Luís Alberto de Cuenca y máxime si está tan bellamente editada por José Noriega. Les garantizo que el contacto será un bálsamo para el alma.



© Candela Vizcaíno

1 de junio de 2011

'Un asunto turbio'



Que nadie piense que un detective privado es un tipo infalible; muchos casos quedan sin resolver, otros tantos son meros entretenimientos del cliente y en el resto metemos la pata, porque los sentidos se embotan: fumamos mucho y bebemos más, bajamos la guardia si hay una cliente hermosa o si hemos de recorrer caminos turbios. Somos dábiles, sí señor. Hace unos años, durante la Transición, cuando más trabajo había, metí la pata hasta tal punto que casi me cuesta la vida. Se me presentó en el despacho, que entonces tenía en la Gran Vía, una mujer inquietante que pedía buscar unas fotos que se había tomado años antes en un país europeo con un joven amante que había tenido. Todo normal entre los trapos sucios de la gente de clase alta. Pero, al final, entre un cierto enamoramiento que tuve hacia ella y que me utilizaron como conejillo de indias para acceder al Ministerio de la Gobernación, casi acabo en una cuneta asesinado por uno de los esporádicos amantes de mi clienta. Menos mal, eso sí, que uno conoce a gente hasta en el infierno y cuando el amigo de la muchacha iba a dispararme el cargador completo de su pistola en el pecho, apareció un poli amigo mío. Nunca olvidaré sus palabras: "Las mujeres hermosas e inquietantes son como la muerte, simpáticas y muy guapas. Nunca te fíes de ellas o te llevan a otra parte".