El silencio entra por mi ventana y me resulta extraño: es como si el ruido y la furia hubieran desaparecido y nos quedase únicamente la necesidad de escucharnos; de escuchar a los demás, hasta cuando callan. Voy anotando pequeñas cosas para ser recordadadas dentro de algún tiempo y caigo en que, últimamente, he prestado mucha atención a la imagen, como si alguna gente hubiera hablado mediante una instantánea... Qué sé yo, Paola, Sole, Ascen, Raquel, Silvia... con sus perfiles y estados, condensando de ese modo un mensaje en un segundo. Lo anoto así en mi diario, con más de mil palabras. Pero esa imagen me lleva a otras y, sobre todo, a esos otros instantes en que fijé la mirada en unas manos que escribían; en unos ojos que decían algo indescifrlable para mí; en una sonrisa a punto de estallar en un mensaje... Me levanto y tomo un álbum al azar: viajes universitarios, cumpleaños, fotos de grupo; alguna foto profesional de Paola, Laura o de Sabina, a cuyo trabajo presté atención antes de este silencio y, ahora, observo de otro modo... pero no, tampoco es eso. Es el recuerdo de alguien cuando escribo; repito lo aprendido mirándola -no sé si ahora estará prohibido mirar-, que es el trabajo de los detectives y de los escritores, si es que acaso no son lo mismo. Una musa es una imagen con nombre y apellidos... Cojo uno de mis cuadernos, al azar, del dos mil y..., me trae recuerdos de alguien y, cuando paso el dedo por la tinta seca descubro que tanta dedicación escondía algo así como una pasión; pero no lo es, porque ese recuerdo hecho ficción es más importante: es convertir en eterna una mirada, con frenesí y sin el ruido ni la furia.
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