16 de junio de 2016

La costumbre de votar



Es complicado entender los colores estos días en que parece que todo va a cambiar, pero nada se mueve. Subo al bus, o al metro; allí la gente lleva cara de cansancio, detrás de El País o El Mundo, parapetados quizás tras un libro. No voy a negar que me fijo en la juventud de la chica de leggins que pasea a su perro, como tampoco la de la señora que, sentada en un banco, da de comer a las palomas trozos de pan. Otra joven hace footing por el parque y una chica de allí intenta enseñar a su hijo a subir en bicicleta: es el país, antes llamado España, porque ahora ni la Selección tiene país, únicamente color. La gente normal y común de la calle, la que necesita médicos, profesores, policías, barrenderos, panaderos, vendedores de periódicos, periodistas, dependientes, cajeras, conductores del bus, camareros… personas, en definitiva, que viven, comen, ríen, lloran, gimen, besan, sonríen, necesitan dinero y un libro y una copa de vez en cuando y pasear y dormir y un café bien cargado o descafeinado ─según la tensión─ y una buena peli en el cine. Pero no, el Telediario pronostica calor o frío, el mismo frío de los debates, tan irreales, tan insulsos, tan llenos de lugares comunes que uno piensa en si merece la pena realmente tanto silencio; uno, insisto, cree que a veces es mejor un buen grito, millones de gritos de hastío que digan ¡No me jodáis otra vez! Al final Churchill tenía razón y un buen estadista es el que piensa en las próximas generaciones, porque estaría bonico tener que pensar en otras próximas elecciones.

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