4 de julio de 2025

La vida pende de un torcido estambre

 


Mi vuelo, si todo iba bien, saldría del Aeropuerto JFK a las doce en punto. Allí, en aquel apartamento ajado del West Village, ya no quedaba nada que me recordara, pues todo había quedado embalado en cajas de cartón de la compañía de mudanzas. Nada, casi nada, era ya mío, salvo algunas novelas de tapas desgastadas de la Generación Beat. Todo había acabado gracias a una frase de Mr. Wilson: "sus servicios no nos son necesarios, así que puede usted recoger sus cosas". Sí, la cagué en un balance y no hubo una segunda oportunidad ni tampoco otra opción de permanecer en la gran ciudad. Lo mejor, como indicaba el billete de vuelo de mi bolsillo, era poner tierra de por medio... salvo que se produjese la llamada. Sí, una llamada. Corre por ahí una frase que dice que, a veces, el silencio ya es una respuesta. Así era ella. En ese momento, con el taxi esperando en la puerta, lo único que yo quería era que sonase el teléfono de nuestro apartamento; que ella me pidiese permanecer en Nueva York e intentarlo de nuevo. Una segunda oportunidad de esas que solo unos poco privilegiados tienen de vez en cuando. Cogí la maleta, miré alrededor y recordé el final del poema "La llamada", de Gerardo Diego -que la IA de Google desconoce-: "la vida pende de un torcido estambre". Así son las cosas. Cuando mi taxi ya iba camino del aeropuerto alguien que vive al final del pasillo de mi vieja casa del West Village oyó desde mi antiguo apartamento la insistencia del rugir de un teléfono. 

18 de mayo de 2025

Dos cuadernos de tapas de hule

Cuando Mike Donovan, mi antiguo casero parlanchín, abrió de nuevo la puerta de mi anterior apartamento de la Calle 42 me vinieron de golpe multitud de recuerdos. En aquel tiempo yo tenía un trabajo del tres al cuarto como ayudante de bibliotecario y, por las noches, ordenaba los estantes de una librería de viejo de Union Square, además de poner cubos para que las goteras de los días de lluvia no hicieran daño a los volúmenes. Aquella vivienda la compartía con una chica canadiense que estudiaba física y que, además, bailaba ballet en no sé bien dónde. Nuestra relación era solo económica, pues yo apenas pasaba tiempo allí, salvo el tiempo justo para dormir, o cocinar los domingos; eso sí, un día al mes recogía su parte y se la daba al casero. Incluso durante un tiempo se vino a vivir con nosotros un tipo de la India que vendía comida rápida por Brooklyn, pero ahora mismo ya ni recuerdo su nombre. En esta ocasión me acerqué al lugar porque había dejado olvidado en un altillo mi bate de béisbol y lo necesitaba para un partido benéfico en Queens. En aquellas dos cajas había de todo, especialmente objetos que le pertenecieron a ella, que sin duda debió residir allí dos o tres años más que yo. Según Mike, la chica dejó pagada su última mensualidad, se fue una mañana de la pandemia y nada más se supo... Cogí también dos cuadernos de tapas de hule que ella había anotado con asuntos suyos, pues mi curiosidad no me permitió quedarme sin saber aquello que había ido escribiendo con letra menuda y firme. También había unas fotos de ella, posiblemente de algún verano ya lejano, ya que no era fácil reconocerla. Al leer aquellos dietarios se me presentó una mujer de ficción -pues ya digo que apenas hablé con ella-, pero muy interesante, de tal modo que me prometí que algún día la buscaría para devolvérselos, no sin antes escribir una novela con su historia.