Más que los disparos fueron sus palabras, a quemarropa. La época fue propicia para todo tipo de engaños, para cualquier transacción de información de la que uno quisiera sacar partido, para vender el pellejo al mejor postor. La verdad es que aquel París ocupado por los nazis se prestó a todo ello y yo, como buen observador, anoté cuanto vi para luego escribirlo; aún hoy jamás lo he hecho. Me da igual si ella tenía o no tenía un arma, si su intención no era belicista sino vivir la vida en un tiempo que podía hacer que el mundo acabase en poco tiempo; el caso es que tanto los parisino como la resistencia y cuantos la conocían la odiaron desde el principio: nunca se paga ser independiente sino con la vida o con el ostracismo. Creo que fui el único que no se enamoró de ella -y motivos hubo para lo contrario- pero también fui el único que sintió piedad por ella, sobre todo en su último instante. Cuando los aliados entraron en París y escuché a Charles de Gaulle en la radio supe que tenía que hacerlo, sacarla de allí: que uno sienta indiferencia por alguien por quien ha sentido antes amor es un pecado minúsculo si esa persona está al borde de la muerte. No me sirvió de nada: cuando llegué a su casa ya la habían prendido para ejecutarla y un partisano a quien más o menos conocía se acercó a ella, con el revolver, lo posó sobre su cabeza y disparó a quemarropa...
Ahora hay días en que ni siquiera pienso en ella, luego estoy vivo.
1 comentario:
Sin palabras me has dejado.
M.
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