Sí, sí, de repente, como la película de Frank Sinatra -que nació el mismo día que yo, por cierto-, así fue. El caso es que del mismo modo apareció un día, por sorpresa. Uno de esos días en que al despertar piensas que todo será monótono, insulso, incluso, de repente, sucede algo inesperado. Conoces a alguien, como en esas fiestas a las que muchas veces vas por compromiso y de repente conoces a alguien, intercambias el teléfono y poco más. Así fue, mientras yo guardaba cola -fila, deberíamos decir, pero...- y allí, al frente, estaba. Parece ser que ahora ya no está, se ha ido sin decir adiós, sin avisar... apenas le interesaría despedirse, aunque, para qué vamos a engañarnos, muchas veces es mejor no despedirse, sinceramente. Vivimos apegados a una gente y siempre he creído que si uno se embarca en un largo viaje o se lleva a las personas consigo o es mejor no despedirse, no lloriquear. Así de claro... ¿Que soy duro?, dice alguien mientras escucha lo que escribo en voz alta: cuando yo coja la maleta, me largue a los USA y deje esta España en la que los políticos se han empeñado en que no podamos vivir los jóvenes ya veréis qué despedida: pienso ir al Congreso y, en la puerta, pidiendo disculpas al guardia, voy a hacer un corte de mangas a todos esos cuatreros de mala muerte que se ríen de nosotros con altos sueldos.
A lo que iba, que es su marcha, de repente. No la mía, que aún está en el cocedero. Que sí, que un día se fue y no dijo nada, ni sus palabras ni su sonrisa ni su idioma en la escuela de idiomas, nada de aquellas conversaciones, nada. Ha desaparecido, de repente. Y yo, sin embargo, no le doy importancia. Adiós.
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