Uno no puede creer que, a veces, después de tanto tiempo, pueda reencontrarse con algunas personas del pasado. Él, el alma del grupo, el tipo que lo organizaba todo, estaba cariacontecido en aquel bar; le brillaban algunas canas en el cabello y su mirada era una mezcla de distracción y amargura. Repasamos a los demás del grupo: tal se ha casado, cual tiene ya dos hijos, no sé quién se fue a vivir a Segovia... en fin, cosas así. "Mi chica me engaña: creo que no me dice la verdad y de entre lo que dice, nada es claro ni sé a qué atenerme con ella", comenzó, para proseguir sin dejarme musitar al menos: "Soy su segundo plato; creo que ella sólo quiere tener claro que yo estoy ahí y si le sale mal con el otro, que voy a recoger sus pedazos y la voy a ayudar a recomponerse", continuó. Claro, ante eso y por mucho que uno se haya sentido igual alguna vez, no hay palabras que valgan: el café me raspaba la garganta al oír al jefe del grupo convertido en un tipo hundido. "Me contesta de mala gana, apenas hacemos cosas juntos, muchos ratos ni habla y siempre dice estar ocupada; creo que esto se acabó", musitó triste mientras terminaba su café con leche. Y yo ahí, sin decir ni saber decir nada, por muchas letras que sepa. "Igual es demasiada mujer para mí", zanjó. Como me tocaba hablar, pensé que lo mejor era optar por la psicología: "Amigo, es más posible que tú seas demasiado hombre para ella que al revés", comencé. Entonces la poesía me echó un cable, como siempre: "también es cierto que un amigo poeta siempre ha dicho que el precio del engaño es el olvido".
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