Antes de este tiempo, cuando íbamos en tren a la Facultad y las miradas furtivas eran un juego divertido, estábamos menos preocupados por el futuro; claro está que entonces nadie nos tosía, ni nos bombardeaba con noticias malas. Esta mañana, mientras escribía a mano algunas notas, suena el teléfono: uno de esos números desconocidos que siempre pienso que no debo coger. De fondo, una voz femenina que no me suena de nada; pero cuando dice el nombre, el lugar, la época y dos o tres nombres más... digo que sí. Le falta la chispa y la energía de entonces, pero sin duda es familiar. Veinte minutos apocalípticos: todos o casi todos parados, con proyectos vitales rotos, divorcios, cuernos o rupturas complicadas, deudas de cierto nivel... "La crisis", concluye, así como dando por supuesto que unos tiempos como estos son lo normal. Explica que me llama porque, en definitiva "tú siempre fuiste el más optimista de todos". Necesita hablar con alguien y pedir ayuda. "¿Te acuerdas que siempre dijismos de ti que si venían tiempos malos, serías el único que sobrevivirías?", me pregunta, pero yo no lo recuerdo. Otro alguien habló con ella un día en un parque de Madrid, mientras tomaban una caña para dos, porque resulta que son más pobres que entonces... "¡Cuánto me gustaría verte bajar del tren y oírte decir que serás ministro de Educación!" -rememora mientra yo escucho en silencio- "o bromear en clase de morfología con tus palabras de argot" -se le quiebra la voz mientras escucho y me pone la carne de gallina- "y que me acompañes a casa por la noche y yo no te premie con un beso, que ahora sí te daría", continúa... Te quedas helado e incierto, porque en definitiva tú también has cambiado. Cuando cuelga se produce la sensación de que en el fondo todo aquello fue estupendo, pero lo habías olvidado.
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