Están ahí, no los ves, pero antes o después se les cae la careta... Hasta que no me encargaron un reportaje sobre gente tóxica no fui consciente de quiénes y cómo eran. Me pidieron que pusiera ejemplos: "cuando uno escribe sobre un tema, es mejor ilustrarlo con ejemplos o con testimonios", me añadieron. Me puse abrigo, gorro, bufanda y guantes y salí a la calle; entré en un café y me puse a pensar: sí, esa persona a la que hablas y jamás te pregunta por ti; esa persona a la que dices algo y ni te presta atención, que ignora tu atención o tus palabras magnificando que tiene mil ocupaciones; pero ojo, que como se te dirija y no la atiendas clamará contra ti con la fuerza de la nieve que corta las carreteras de Cantabria en invierno. O aquella otra que se dedica a hablar por la espaldas de todos los demás y llora, llora para que le paguen el café o la cerveza o el cubata, teniendo la cartera llena de monedas... Para qué seguir, si todos tienen tóxicos en su vida. En definitiva, es esa gente cuyo ser parece el centro del universo, o el ombligo del mundo, como tituló Pérez de Ayala una novelita deliciosa y de buen leer. Pagué el café, malo de narices por cierto y salí a la calle dando vueltas a cómo acabar la cosa... Frente a mí, una de esas personas que están curtidas en mil batallas; le expliqué el caso y el trabajo que hacía y entonces me dio una pista: "a esas personas tóxicas, que antes llamábamos egoístas, lo mejor que uno puede hacer es tenerlas muy lejos, lo más lejos posible", dijo sonriendo, mientras se colocaba un cigarrillo en la comisura de los labios.
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