Dicen que es ahora, en primavera, cuando azota la añoranza. Miro por la ventana mientras sostengo en mis manos un café colombiano, que deja un aroma embriagador en mi casa y un recuerdo imborrable de otros tiempos. No, yo no soy como Manrique: cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, pero fue y de ese pasado nos llegan recuerdos, sean de ayer o de hace mil años. Te preguntas qué fue de aquella persona, esa que de repente te ha venido como un flash; o te alegra haber soñado con su sonrisa: ella reía como creías que no puede reír frente a ti, echas de menos que te hable, o mirar sus manos; echas de menos disfrutar un minuto de su compañía -que, a veces, es un acción más universal que otras-. Son las pequeñas cosas que van cambiando tu día a día, a golpe de rutina, como si la realidad te fuese trazando los pasos que debes dar... Así, en la lejanía, con un café en la mano, idealizas los recuerdos y a las personas que salen en ellos: sencillamente los defectos también son parte de ellas y eso es, a veces, lo que echas de menos. Un resorte íntimo ha destapado la caja de la añoranza y es entonces cuando necesitas reponerte, o ponerlo por escrito, para que cada recuerdo deje en ti -y en la recordada- una esencia eterna, quizás para que quienes lean esto dentro de años se pregunten quién es ella, quién fuiste tú, por qué razón se te metió tan dentro o, literariamente, por qué la convertiste en tu musa. Termino el café, me siento en el ordenador, imprimo una foto suya y la pego en el diario: dentro de un tiempo tendrán su rostro, sonriente: sabrán quién fue.
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