Estoy en uno de esos países pequeños del centro de Europa, a las nueve o diez de la noche. El andén está totalmente desierto, en el oscuro invierno de un año sin número. Llega con retraso, como casi siempre y aunque estoy pensando en tomar un café y una aspirina, lo dejo para cuando llegue a la capital, en donde impartiré una conferencia al día siguiente. De repente veo una chica sentada en un banco de madera, quizás puesto allí en la guerra mundial, quién sabe... La muchacha lee unos apuntes y con un subrayador amarillo resalta lo más importante. De vez en cuando se ve la cabeza del jefe de estación, poco más... como la cosa va para largo decido vencer mi timidez y hablar con ella: de allí nacen palabras literarias, su amor por la lengua española, su familia agrícola, sus ganas de visitar Toledo y algunas cosas así... El tren llega y ambos subimos en vagones distintos, aunque nos citamos en la plataforma para seguir con lo emprendido. La parada de un pueblo sin nombre en mitad de la nada se nos viene encima; ella se despide con cariño; pero... se me olvidó pedirle el móvil...
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