Amaneció como nunca antes en las últimas semanas. Salió de casa ese amanecer, con el sueño pegado detrás de sí, pero con la infinita esperanza de que todo le saliera bien; recordó algo y volvió sobre sus pasos y entonces cogió los mil dólares que había encima de la mesa de la entrada; todos inmaculados, no consecutivos. Pagaría el último plazo y se quedaría en paz consigo mismo: no se pueden tener cuentas con la mafia; esa gente siempre llama dos veces. Salió del garaje con total impunidad, a una velocidad no permitida; la ciudad se allanaba delante del automóvil, abriéndose un abanico de posibilidades por donde únicamente circulaban los taxis con los últimos borrachos de la noche. De repente, a la altura de la plaza de Cibeles, por la dirección contraria al Ayuntamiento, frenó en seco, produciendo el consabido pitido del conductor de atrás, quien casi se estrella contra él y por tanto se vio autorizado para sacar a relucir a su madre y a otros antepasados ya fallecidos. No concebía tener que pagar el último plazo del rescate de una mujer a la que conocía apenas hacía un mes; a quien conoció una noche y por la que ya había pagado 39.000 dólares más en varios plazos: todos seguidos, cada uno en una parte inmisericorde de la ciudad de Madrid; todos después de una sucesión de pruebas que bien podían ser fraudulentas; nadie podía asegurarle que no fuera una vulgar zorra que llevaba su parte en el botín; nadie podía atestiguarle que ella, como profesaba, le quería tanto. Él sí, él sólo la deseaba, porque la chica entre otras cosas sabía moverse bien en el ambiente de la noche. De todas formas el detective que le visitó le aconsejó que dejase todo en manos de quien sí sabía solventar los asuntos de la mafia búlgara, la mafia de la noche madrileña. El patético detective, un tipo casposo y miope; seguro que nunca había resuelto un asunto tal ni había visto una mujer como la suya. Paró en la calle Ferraz y aparcó discretamente, dirigiéndose después al Templo de Debod. Junto a la papelera de la entrada depositó los mil dólares y al ver cómo el mismo tipo de siempre los recogía se dirigió al punto convenido: la plaza de España. La rubia estaba allí, vestida con un generoso escote y medias de rejilla. Como la última noche que la vio. Efectivamente, no tenía cara de sufrimiento, por lo que era convenido actuar: sacó el arma y le disparó dos veces en la cabeza. A continuación, impasible, mientras un grupo de extraños se acercaba al cuerpo inerte de la mujer, él se fue con dirección Gran Vía, al metro. Volverían a verle los búlgaros...
2 comentarios:
Ea! q sorpresa un cuento!!! me gustan estas historias, ha estado entretenido, espero que escribas alguno más. Un besote guapo.
Hola Francisco, te he encontrado, jeje.
Tu si que escribes bien, yo a tu lado soy una simple aficcionada, me he pasado un ratito muy agradable paseando por tu blog.
Este cuento es genial!!!
Tienes que disculparme, en los correos estaba segura que eras un chico que tengo agregado a mi msn, por eso te llamo Paco, jaja, en fin mis despistes son así, por la fotografía supongo que no eres el mismo, pero espero que me confirmes, jajaja.
Ya te sigo de cerca, me verás por tu blog a menudo.
Un besazo
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