Galdós y Clarín, en el siglo XIX, describieron genialmente el mundo rural de la España que les tocó vivir. Yo, en el siglo XXI, vivo en el medio rural español. Algunas cosas no cambian, otras sí: es obvio el progreso, el desarrollo, las nuevas tecnologías, los parámetros normales de Europa...; sin embargo, otras cosas siguen en el mismo sitio en que las dejó la Generación del ’98. Vivir en el medio rural supone una enorme calidad de vida y una extraordinaria relación humana (y, así mismo, si la relación es mala la cercanía la empeora: a nadie se le descuida que uno se cruza más fácilmente con quien no quiere ver), pero conlleva un precio, sobre todo un precio psicológico que únicamente se salva huyendo del medio durante un tiempo... y eso es lo que me planteo brevemente en unos días, creo, al ir a la Villa y Corte, lugar en el que uno pasa desapercibido y en el que el caminar primaveral ayuda a meditar. Como tantos escritores, el mejor sitio es el Parque del Retiro, en el que la naturaleza aderezada de contaminación construye un microcosmos inspirativo. Hay que irse del desgaste de los días; de las medias verdades a medias y las mentiras que se convierten en verdades; de los juicios a priori y de los comentarios al albur de una copa en un pub; de la indiferencia con que le pagan a uno la ayuda o el consejo; de las meteduras de pata con las cosas y con las gentes (sonrisa teatral); del peligro de encariñarse demasiado con lo que uno no sabe cierto si debe o no debe encariñarse (y, ¡ay peligro!, mucho más si es una persona); también del círculo vicioso de la cultura autodidacta, porque hay que ir al cine y al teatro y a recitales y a almuerzos con intelectuales a escuchar y aprender (porque uno nunca es el ombligo del mundo como ya dejó clara aquella novela del mismo título de la mano de Ramón Pérez de Ayala); y, claro que sí, porque la Villa y Corte ha sido la cotidianidad de uno durante veintiún años y algo queda, desde las personas a los lugares y los recovecos, que todo hay que sumarlo. Y porque también hay que pensar y tomar decisiones, o pensar más aún sobre las decisiones tomadas en la soledad de la noche y hay que comentarlas con los que siempre han escuchado, precisamente para que digan algo, especialmente lo que uno no quiere oír. Por eso y porque un viaje abre la mente. Pedí ayuda y consejo y apoyo a gritos y me vi solo, diría un poeta, y al escuchar sólo el silencio hay que ir al ruido que produce esa ciudad de cuatro millones y medio de seres de todos los tipos. Todo este plan contando con que el trabajo me lo permita.
1 comentario:
Espero que encuentres a Iturrioz en tu viaje a Madrid y que regreses al mundo rural con más orden o más caos ( nunca se sabe ). Aquí te esperaremos porque nos debes algún que otro café con aroma a literatura, a política o a cotidianeidad.
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