Nos invade el chonerío (y no
lo digo por Beth Behrs, la chica de la foto): es un hecho que hasta aparece en
la televisión y como dice Homer Simpson, “si sale en televisión es verdad”. Hoy
salía yo a hacer mi ejercicio cuando, de pronto, he visto una mesnada de chonis
por la calle; algo inédito e inaudito. No sé si pasarían de los dieciocho años
o así: ya se sabe, un piercing en el labio, o dos; las lorzas sobrepasando la
mini minúscula camiseta o top (esto último es demasiado cool para señalarlo en
las interfectas), el pantalón metido con calzador y un deje acentuado de ‘ejque…’,
‘de que…’ y demás que… ¡madre mía! Pero eso no es lo peor. Conozco yo a una
niña muy mona, pero mona de verdad, de la que toca omitir datos (que el lector
se conforme con dos o tres pinceladas, que esto es un cuento y no un programa
rosa) a la que vi el otro día paseando a su perro. La niña, insisto, es muy
mona, pero tuvo un toque de choni con la vestimenta que llevaba, sobre todo en
cómo la llevaba. Como no puedo con las chonis (ni televisivas ni reales,
defiendo) me he estudiado su modus operandi, su modus vivendi y su modus
facendi (hoy estoy latino: mihi quaestio factus sum) y no me lo esperaba de la
chica, a la que la próxima vez prometo abordar interesadamente y reprenderla de
buen rollo… Porque una cosa es una cosa, pero un poco de estilo vistiendo no
viene mal… Los hippies de mi juventud universitaria eran otra cosa, no esto; esto
es una invasión.
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