El pueblo me cogía de paso, así que giré el volante, viré hacia el cruce y entré al pueblo en que me crié y del que me fui para estudiar, veinte años atrás. La vieja pensión, frente a la casa familiar, seguía allí, solo que no la administraba la misma gente y ahora, en lugar de una barra de linóleo, la adornaban el mármol y una televisión plana; un cartel indicaba que, con una clave, podías acceder gratis a la Wifi. Después de cenar quise tomar un whisky en un viejo tugurio en el que nos emborrachábamos los estudiantes que íbamos a irnos a estudiar a la gran ciudad o a la mili. El desvencijado edificio aún seguía allí, con su letrero a punto de caer al suelo y la suciedad inmemorial de su fachada. Entré y, al fondo de la barra, quise reconocer a una antigua novia que me dejó para irse con otro que, a su vez, la dejó para irse con otra... Estaba guapa, pese a esos veinte o veintidós años transcurridos. Me acerqué un poco y como unos diez minutos más tarde ella cayó en la cuenta: "¡Ah!, el escritor... He leído en algún sitio que te han dado un premio hace algunos días, ¿no?", me dijo, con ese aire de superioridad que ponen los que siempre sienten complejo de inferioridad. Cerca de la mañana nos dimos un beso, pendiente supongo: cada uno se fue por donde había venido. Al día siguiente iba a pagar cuando caí en la cuenta de que no recordaba su nombre. La muchacha que atendía la pensión me miró como a un bicho raro: "¿El Pub? Creo que está usted confundido, señor: ese edificio lo derruyeron hace años y ahora es un parque", dijo, como si se dirigiese a un loco. Como insistí, empezó a tomarme por uno de esos poetas malditos de la Francia del siglo XIX: "La hija murió en un accidente de coche el dos mil, así que se debe confundir usted con otra persona, señor...", añadió mientras me pedía que firmase el recibo de la VISA. Salí... y al subir al coche empecé a comprender que estaba caminando entre un mal sueño y una pesadilla.
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