El día amanece soleado y decido darme una caminata, acompañado de mis propios pensamientos e incertidumbres y de la música de un mp3 que no tiene relación alguna con el entorno... De repente, me vienen olores del pasado: de aquellos tiempos en que yo era pequeño y por estas calles habitaban personas nacidas en el 1900 o antes. A las cebollas que servían para la matanza, para hacer las morcillas que apadrinaban un año entero las despensas de las familias o al pan recién amasado a mano, en pleno siglo XXI y para lujo de todos, en una panadería cuya ventana da justo al camino que yo sigo... Al guiso que alguna mujer mayor está realizando unos cientos de metros más adelante y que me recuerda a los que mi abuela preparaba para un regimiento entero de convidados -algunos, de piedra-; o a la colonia clásica que lleva una mujer muy mayor, a quien saludo porque me conoce por el periódico... Ahora los pueblos huelen y son y aparecen y suenan de distinta forma; no tienen aquellas estampas clásicas de olores de hogar, en donde se cocinaban todas las cosas: desde menús hasta frustraciones en silencio, desde dulces de Navidad hasta lágrimas de frustración. Cuando llego a casa, después de todo eso, decido recoger estos olores que quizás en un tiempo, breve, ya no existan; como aquella gente de entonces, que dio paso a esas chicas de ahora que huelen a vainilla a la hora del café.
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