Todas esas ciudades históricas de media Europa tienen alguna librería con algo que decir; así que, casi sin querer, entré en una de ellas buscando una de esas novelas españolas de los años noventa que hoy estarían prohibidas y que leí entonces, cuando leer era el mayor lujo que uno podía elegir... Junto a un anaquel del fondo había una muchacha que me recordó, serenamente, a otra cuyo nombre es preciso callar; una joven lectora, supongo a esta, por los dos tomos de poesía: "una mujer exigente con la lectura", me repetí. Como hice aquellas otras veces en las que en el momento de decir lo que se esperaba de mí, callé; la observé con disimulo, miró ella de nuevo -con un eco de otras miradas similares- y yo... callé. Elegí las Rimas de Bécquer y pagué; volví a curzar la mirada con ella, que tenía aún fija en mí y salí al frío de la calle: "áspero... liberal... esquivo... vivo... que un cielo en un infierno cabe", como había escrito Lope; cada uno es como es, mas "quien lo probó, lo sabe", como remató el Fénix de los Ingenios.
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Amanecí una mañana y cuando subí la persiana de mi cuarto, observé que ya no podía divisar desde ella los naranjos que había en mi calle. Como por arte de magia, los tímidos árboles que decoraban mi barrio habían desaparecido. Yo ni siquiera me había percatado la cantidad de cambios que se habían producido en los últimos meses a mi alrededor. El pequeño comercio local de la esquina de mi calle donde una mujer vendía elementos de decoración, había cerrado. En su lugar, una inmobiliaria. Puede que sea una franquicia nacional. En el escaparate de la misma, se anuncia la cantidad de pisos que se alquilan y venden en mi barrio. Algunos son de nueva construcción. “Casa de primeras calidades” se puede leer en el boyante enunciado. Ahora entiendo lo de los árboles. Otros, como el mío, son pisos más humildes, que cuentan con más año que yo y múltiples imperfecciones. Sin embargo, su precio se ha disparado en los últimos tiempos de una manera tan escalofriante que he tenido que renunciar a aquellos pequeños placeres con los que soñaba antes de empezar a trabajar: ir al teatro una vez al mes, comprar frutas y verduras ecológicas, acudir al cine en las aburridas tardes de domingo, invitar a cenar a mis amigos e invitar a café al chico africano que cantaba a las puertas del supermercado cada día, cada tarde, cada anochecer, sin perder la sonrisa. ¡Qué de lujos!.
¿Qué ha pasado con esas calles que se disfrazaban de mercadillos ambulantes de antigüedades los sábados, y los lunes olían siempre a pan recién hecho?. Llegué a aquel sitio hace cinco años acompañada por un montón de libros, algunos cojines, y un par de plantas regaladas. Todos mis sueños acabaron siendo acogidos allí, en el mismo espacio que había acabado por esfumarse y convertirse en algo carente de encanto. La esencia gurí.
Desde entonces siento que el tiempo se me escapa y que como el agua, nunca alcanzo a estancarlo. Decía Eduardo Galeano que la nostalgia es como un perro perseguidor mordiéndote los tobillos. Anduve un tiempo presa de la nostalgia y de aquellos años que siempre nos parecen mejores que el momento actual. Aquel sitio, como tantos otros, ya no era para mi. No me malinterpreten: sigo adorando la ciudad que un día me acogió, y estaría dispuesta a luchar, patalear y gritar en contra de todo aquello que está acabando con los abismos de humanidad, pero he establecido una lista de prioridades. Sinceramente, no se cuánto durará. Espero que un poco más que los desesperanzadores propósitos de año nuevo. He iniciado una nueva etapa. Y lo digo con orgullo. He cogido de vuelta todos mis cojines, el cuadro de Frida que compre en la cafetería donde leía el periódico, todas mis plantas y nos hemos mudado. Desde mi ventana, veo muchos árboles. Tal es la cantidad de verde a mi alrededor, que podría llegar a diferenciar hasta cuatro tipos diferentes. El verde lumière quizás sea de mis favoritos. Es aquel donde siempre se refleja el sol, alcanzando un brillo tan inmenso capaz de cubrir de luz todo el horizonte. También encuentro un verde esperanza. Lo localizo justo al final. La línea que lo separa de los demás es tan difusa que solo con decisión y tiempo, se puede llegar a apreciar. Y es ahí, justo cuando termina el verde esperanza donde se puede ver el mar. Mi mar, siempre en movimiento, siempre reportando aire fresco. En mi nuevo hogar huele a café recién hecho. La música siempre resuena sin importar la hora. He vuelto a encontrar lugar para mis viejos póster y cuento con unos cuantos de libros más. – Es cultura- Le digo al mensajero cuando me los trae. La economía es la misma. A final del mes, aparecen las mismas angustias y al principio los mismos cargos. Pero imagino que hay un cambio en mi. He dejado de escribir para otros y tal y como ejemplificaba Wirginia Woolf, tengo una habitación propia. Ahora convivo con mis dudas. Algunas de ellas incluso llegan a tomar forma y elocuentemente aprendo de todas ellas. En cada fracaso he encontrado una fuente de aprendizaje y de lo único que me arrepiento es de no haber abrazo más fuerte cuando pude. Lo impersonal está bastante lejos, y a todos mis poemas le doy siempre el mismo nombre. Estoy feliz. Encontré lo que venía buscando. Saludo con una sonrisa amplia a todo aquel que pasa por mi lado. Poco me importa de dónde viene o a dónde va. Lo hago, tal y como lo hacia el africano del supermercado, con la firme certeza de que alegraré el minuto de esa persona. Y esa insaciable paz me acompaña durante todo el día. He conseguido traer una parte de aquellas alegres calles a un nuevo lugar y fantaseo con haber dejado un trozo de mi en todas las personas con las que he compartido mis días
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