Es noche cerrada en una estación diminuta de provincias; se ha venido encima la oscuridad y, al final, creo que el mejor sistema para llegar a la capital es el tren. Saco el ticket junto a una pareja de adolescentes que no se despegan, despidiéndose así como eternamente, con esa pasión primera que ya se les irá con el devenir de los silencios... El amable jefe de estación me indica cómo llegar hasta mi andén, debe pensar el hombre que soy alguien importante, con un maletín lleno de papeles, un periódico hecho mil arrugas y un libro manoseado durante años... Al fondo, en un banco sentada hay una mujer, no sabría echarle ahora los años, como las ancianas a sus coetáneas. Intento acercarme, ya que, al fin y al cabo, faltan cuarenta minutos para partir y estamos casi a cero grados y no es cosa de pasear de punta a punta. Así, al principio, como que no; más tarde, me fijé que era ella, una conocida, conocida a secas, la misma que no respondió la última vez que le pregunté cómo le iba el curro, la misma que no respondió el día que la felicité por su cumpleaños, la misma que no saludó cuando coincidimos en aquella fiesta de no sé quién, ella, tan diva... He querido pensar que me miraba, que al fin y al cabo esta no es nuestra provincia y estamos los dos en un andén del mil novecientos, solitario, frío y ajado; quizás no le vaya mal un poco de conversación tampoco... Es el momento en que me giro en dirección contraria y paso de ella; al fin y al cabo, todos tenemos un día en que nos apetece ser un algo bordes...
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