La canícula aprieta y, bajo el sol mañanero, rebaso a la altura de Beteta (Cuenca) a un convoy de la UME, que se dirige a sofocar un incendio. Esto último lo sé por la radio, algo después: parece que la época que vivo está sumida en el desconcierto, o en el desconsuelo, según sonría o no cada cuál. Avanza el horizonte y paso Castillo de Garcimuñoz (Cuenca, también), el pueblo en donde murió Jorge Manrique ("cualquier tiempo pasado fue mejor...", dejó escrito), y quiero negar que así fuera: que hace cien, o simplemente cincuenta años, o los veinte que hace que muchos pisábamos la Facultad no necesariamente fueron mejores, solo que hemos dejado que pasen algunas cosas que no deberían haber pasado. Y cometer un error sirve para aprender con su enmienda, si nos ponemos a ello, claro. Nos asalta la necesidad de mirar atrás muchas mañanas, cuando el café aún se mantiene caliente en la taza que sostenemos con nuestras manos. ¿No es el presente la huella de aquel pasado? No puede ser que todo ahí afuera sea tan negro: necesariamente tiene que haber un atisbo de esperanza para caminar sobre la cuerda floja y, como siempre antes, no caer de ella. Quizás nos venga bien, pese a todo, recordar al gran Sherlock Holmes y pensar que cuando "todo aquello que es imposible ha sido eliminado, lo que quede, por improbable que parezca, es la verdad".
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