Entras en una cafetería, por escribir un lugar (qué sé yo, o en una tienda de ropa quizás, algo habitual en un verano atípico, estarán conmigo). En cualquier sitio -salvo las excepciones excepcionales- aparece alguien tras una mascarilla y te pregunta, si puede y siendo correctos a una distancia de dos metros. Accedo a ese lugar, escojo mesa a indicación del dueño, me siento y mientras llega el café entreveo a una muchacha (no sé yo calcular los años con mascarilla, aunque sin ella tampoco) cuyos ojos son hermosísimos, así como azul intenso; una mirada Mar Mediterráneo, diría yo. Conversaba con otra persona y a cada expresión sus ojos adquirían un matiz distinto: crítica, alegría, duda... Si somos sinceros nunca antes habíamos prestado la más mínima atención a los ojos de otros, a la mirada de enfrente. Ahora, con esto de la mascarilla todos decimos que sí, que nos fijábamos en los ojos; lo políticamente correcto, vaya. Creo que el cuerpo expresa aquello que la palabra esconde, así como la mirada nunca miente por mucho que la pongamos boca abajo. Aquella joven del Café, parloteando y manoteando, me mostró de lejos que la mirada va por camino distinto al de las palabras: si es cierto lo que se dice por ahí, la mirada es la palabra del alma y esta, tengo para mí, nunca contradice a la verdad. Pagué un café excelente, intenso, rápido, caliente, nada quemado y dejé una propina que compensaba la rapidez, la amabilidad y el lugar escogido: la mirada de la camarera, tras una mascarilla de diseño, mostró sorpresa. Acaso hacía tiempo que no le dejaban encima de la mesa tal propina: otra costumbre que se está perdiendo.
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