10 de diciembre de 2011

"Gran Vía"

Cuando llegué a Madrid, en la prehistoria de los años ochenta, cuando adormecía ya la movida y la gente quería entrar en la jet set (que, por cierto, salió rana) la luz era tenue, gris renegrida, velazqueña. Aún teníamos pesadillas con el Caudillo y algunas cosas se decían en voz baja (¡Chissssst!): habíamos nacido hacía cuatro días y no era cosa de enredar.

Si uno viene del pueblo como yo aquel día, como si llega de Vigo, qué sé yo, se encuentra la City así a lo grande, pasmosa, ruidosa, llena de gente. Unos que van, otros que vienen, nadie que mira, todo el mundo a su bola. Gente guapa, gente fea, gente del extranjero… Claro, uno no siempre ha sido observador, o plumilla como hoy que toma nota de todo en una Moleskine para luego ponerlo negro sobre blanco. Como me decía ayer la escritora Irene Rodríguez Aseijas: “Paco, que acabemos juntos en una Redacción”. ¡La de caña que iba a dar yo! Así es todo.

Ya digo, luz negra. Hasta que toda una generación cambiamos los plomos, pusimos bombillas de bajo consumo y apareció el mundanal cosmopolitismo; luz y color, la sonrisa, el siglo XXI. Una copa aquí… ¡taaaaaaaaxi! Y todo aquello. Pero hay algo, seguro, que jamás cambiaré… ir de compras por Gran Vía.


(A don Agustín Rodríguez Sahagún, in memoriam).

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