24 de octubre de 2009

La traición o cambiar de chaqueta


Define el Diccionario de la RAE, en la acepción 9ª, la palabra “cambiar” como ‘modificarse la apariencia, condición o comportamiento. Ej.: Ha cambiado el viento. Ha cambiado el tiempo’. Bien, eso, de forma intransitiva, también se aplica a los que ‘cambian de chaqueta’. Tómese el caso para aquellos que cambian de opinión o idea según les acomode, según sople el viento o según lo que piensen cada vez que se introducen en el baño.

España es un país de gente cambiante, no lo podemos negar; sobre todo en gente que conoces que es voluble y, además, ese ‘cambiarse de chaqueta’ no se sucede por haber variado el punto de vista de una cuestión, algo que sería legítimo, sino que se produce por una necesidad morbosa de congraciarse con el poder (generalmente político). También, en mi opinión, es un residuo de una pobreza intelectual implacable.

Según pasa el tiempo analizo que ha habido mucha gente que me ha decepcionado, no porque creyera en ella o porque estuvieran en mi órbita ideológica, no; me han decepcionado porque he tenido que entender su punto de vista en un determinado momento y justo el contrario poco después. O a gente que ‘no podía ni ver en pintura artística grafitera’ a determinada persona y, al poco, se sentaban juntos a comer. Aquellas palabras de denuesto se cambian ahora por palabras de elogio, vaya Usted a saber con qué fin o con qué segunda intención. El que cambia sigue siendo el mismo y el otro también. Los romanos, para este caso, tenían una frase genial que el cónsul Servilio Cepión dijo a los traidores a Viriato: “Roma no paga a traidores” (Roma proditoribus non praemia solvit). Una frase bastante buena e ilustrativa.

Allá aquellos que se ‘cambian de chaqueta’ y con ello traicionan su propio punto de partida y a los que partieron con ellos. Dice también un refrán que “no hay mal que, por bien, no venga”. Yo siempre he sido ‘políticamente incorrecto’, pero jamás he cambiado de bandera.

10 de octubre de 2009

La poesía de... Yolanda Castaño: apuntes sobre Y. C.


He puesto hoy el punto final a un corto ensayo sobre la poesía de Yolanda Castaño que tenía aplazado desde 2005 y que retomé este verano. Se trata de unos apuntes sobre su poesía que no sé si servirán realmente para alguien más que para otros filólogos (y para otros poetas que lo mirarán con detenimiento para sacarle faltas, como esas dos harpías que por Internet me pusieron a parir diciendo que escribía tonterías al hablar de Ana Gorría, Ana Merino, Vanesa Pérez-Sauquillo, Estíbaliz Espinosa, etc. -de 54 nombres, decían, sólo era buena poeta una-), toda vez que no soy, precisamente, un crítico afamado; pero también podría defenderme incidiendo en que no adolezco de favoritismo alguno hacia la poeta gallega, pues no la conozco personalmente ni mi trato con ella es frecuente; algo que, para este ensayo, genera imparcialidad. Confieso, eso sí, que alguna nota crítica de verdad, en la línea de la pura acepción del término, aparece, lo cual tampoco es preocupante para la poeta: es más importante ser lector suyo y sincero a pertenecer a la casta de aduladores que todo autor literario tiene. No se ha tratado de escribir un elogio, sino un estudio.

He escrito unos apuntes bajo la canícula madrileña del verano y la incertidumbre pertinaz del otoño y me he tenido que pertrechar de los volúmenes en gallego en aras (y creo que se lo debía a la poeta) de una segunda lectura de sus obras más esmerada, más crítica, más madura y más intensa. Cuando me divorcie (literariamente) de Yolanda Castaño le pienso legar un buen legajo de papeles pintarrajeados, anotados y dibujados de sus versos fotocopiados de extranjis.

Traigo todo esto a colación porque mientras escribía el ensayo (que aún no tiene título) he descubierto de nuevo a la poeta, como en el final de los años noventa, mediada mi carrera, más o menos por el tiempo en que Carmen Jodra y yo asistíamos en las aulas de la Autónoma de Madrid a clase de Latín Vulgar (por cierto, aulas que estrenó Luis Alberto de Cuenca con la primera promoción de la citada Universidad). Reconozco que es una mujer muy activa culturalmente, generando una presencia poética en muchos y muy diversos foros y que, además, ha adquirido un compromiso puro con la lengua gallega. Bien, en mitad de ese tiempo mío de estudio le han pasado cosas que han salido en la prensa y de las que espero se haya repuesto. Yolanda Castaño (y esto sí es un elogio) es, en el fondo, tan misteriosa como la protagonista de El halcón maltés de Dashiell Hammet: no la conoces hasta el final.

Tengo mis filias y mis fobias literarias, como buen filólogo y si no fuera así no sería yo mismo. No me separo de la poesía de Karina Sacerdote, de Lauren Mendinueta, de Gracia Iglesias o de Izaskun Gracia, por decir algunas, pero tampoco de la poesía de Yolanda Castaño aunque una vez me enviaran una carta afeándome que trabajara sobre ella porque escribe en gallego, como si mi título universitario y mi doctorado no contemplara Galicia o Hispanoamérica, por decir algo. Tengo mis fobias, denominadas Gabriel García Márquez y Paulo Coelho, aunque es posible que me retracte en unos años, cuando deje de ser canalla y se estabilice mi hipertensión arterial que atiza leer el periódico todas las mañanas.

Bueno, pues ello, que he terminado el ensayo. Quizás lo titule “Apuntes sobre Yolanda Castaño”, como hicieron los alumnos de Ferdinand de Saussure a principios del siglo XX. Ya veremos.