30 de enero de 2017

Callarnos

Es lo más fácil, es lo que hace todo el mundo; es más, es lo que ha hecho todo el mundo todo el tiempo. Pero yo no quiero: están pasando demasiadas cosas, durante mucho tiempo y muy rápido y mi yo social no puede callar, no. Hace poco alguien me decía, quizás algunos alumnos, que era mejor no ver el Telediario: "Paco, es muy deprimente". Obvio, del silencio y del volver la cabeza para no deprimirse se levantaron y se levantan muros; por eso mismo sube la luz pero, aunque haya más agua y más aire no baja, sólo existe la inercia de encarecer; del silencio y del mirar para otro lado surgen los populistas y sus populismos; del callarnos se valen aquellos que no tienen el poder, sino que usan el abuso como norma (económica, social, particular de tu pueblo, barrio o edificio) para joderte el día, la noche o la semana entera. España siempre ha sido un país algo silencioso... a la hora de la verdad, porque a la hora del café o la caña todos hablan de cómo debería regirse el país, de quién debería liderar a los socialistas o a los ciudadanos, de cómo debería ser el tipo de IVA más adecuado o de cómo deben tirar los penaltis Cristiano y Messi (por no decir que en el bar todos dicen ser buenos en la cama, sin especificar que será durmiendo). "Yo me callo", "Yo no quiero líos"... Sí, callarse, cerrar la boca y no decir nada cuando una situación es injusta a sabiendas; no decir nada aunque te afecte (desestimar el derecho a dar por saco, al menos) y de ahí lo que ocurre. Si los que fuimos la primera nación de Europa en el siglo XV-XVI y traspasamos la segunda cultura más importante del planeta a varios continentes seguimos con la norma de callarnos, algún día seremos nosotros mismos los que debamos volvernos desde las terminales de los aeropuertos de esos países cuyo líderes montan muros, rompen con la Unión Europea o tienen ventaja electoral en las encuestas y derivan de aquellos otros que debimos expulsar de Europa con "sangre, sudor y lágrimas". Yo, al menos, no me callaré.

15 de enero de 2017

El teléfono móvil

Aquel día salí del lugar pensativo: las palabras que reivindicaban el derecho a consultar el móvil en un centro educativo (pese a las restricciones que marca la ley) habían sido muy bien escogidas, quizás un argumento que venía pensado de casa, o que había sido consultado desde el móvil. Porque, claro, es evidente que si tú estás frente a frente con alguien, explicando algo importante para su vida personal o quizás hablando de algo que cae en un examen, eso, sinceramente, puede ser ignorado por la respuesta a un whatsapp que lleva un meme de broma. Y digo que salí pensativo porque en ese caso todo el mundo tiene derecho a usar en cualquier momento del día (cien veces, en plan adicción... o más) su teléfono móvil (pese a las restricciones que marca la ley), sin importar dónde estés ni con quien estés. Vamos a suponer que a un cirujano cardiovascular le llega un whatsapp en mitad de una operación a corazón abierto, a vida o muerte para el paciente: ¿por qué no iba a responderlo y, mientras, dejar al paciente olvidado como si la intervención tuviese más importancia que responder un meme? Digo yo... igual antes está el derecho a usar el móvil que el deber de salvar la vida del paciente. Supongamos que te han robado el móvil, con todos tus datos, tus fotos, tus contactos y, rápidamente, vas a Comisaría: ¿por qué razón el policía no tiene derecho a ignorarte si le llega un whatsapp y quiere responderlo? Es más, imagina que vas en un avión y al piloto, en el momento de aterrizar y de estar en conexión con la torre de control, le llega un whatsapp de su hija con una duda sobre sus deberes: ¿por qué no tiene derecho a olvidarse del avión y contestar a su hija? Estoy convencido de que todo el mundo ha pensado que esos trabajadores (profesor, cirujano, agente de policía, piloto) no pueden usar el móvil en sus horas de trabajo, porque tienen una obligación, una responsabilidad con los demás; sin embargo, es como si el que está al otro lado tuviera el derecho a todo (incluso a lo que no hay derecho) porque vive en un país libre, en el que unos deben asumir la ley tajantemente y otros saltarla. El mismo absurdo que tener delante a la persona que te gusta y no decirle nada (face to face) y, sin embargo, escribir un mensaje sin mirar a los ojos: ¿le darás un beso también por whatsapp? Esto de creerse más que nadie es como cuando erupciona un volcán: tras los días de llamas, vienen los días de humos.

11 de enero de 2017

Chernóbil

Perfectamente, lo recuerdo perfectamente. La televisión me acercó a la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov (la sonrisa roja) cuando pegó el petardazo el reactor nuclear de Chernóbil, aquella noche rusa en que un tipo se atrevió a experimentar su resistencia. Si no es por Suecia, que detectó la radiación inmediatamente, mucha perestroika y muchas risas pero no nos enteramos de la mayor catástrofe nuclear de la historia. Así, jugando, como jugando, un tipo y sus adláteres provocaron el aumento indescriptible de radiación y, mucho me temo, que unido a ello, de casos de cáncer en toda Europa. Una catástrofe medioambiental de la que no hemos aprendido nada, tan concentrados en pasar olímpicamente de la naturaleza y del planeta: no sé qué puede ser más importante que el hecho de que el lugar en que vives sea medioambientalmente saludable. A mí, lo de Chernóbil me puso los pelos de punta (mi madre y yo nos preguntábamos si serían solterones los miembros del Politburó; allí, en la Plaza Roja, todos hombres, todos soldados... hasta que llegó Raisa Gorbachova, tan maja la mujer); algo me debió impactar porque después compré y leí ensayos (así, el plural pluralísimo) sobre el tema y cada uno que me leo entre pecho y mente me pone los pelos más de punta: los testimonios, las condiciones, las repercusiones... Aquello fue una aberración, sin paliativos, sin endulzar nada... por esa razón me opuse después al cementerio nuclear, lo cual me supuso caras de pocos amigos... de algunos. Me recuerdo en 1986 (aún no habían nacido muchas de las poetas que ahora leo o estudio como crítico, por ejemplo) ante la televisión, con sus dos canales y el color incipiente en muchas casas, explicando lo de Chernóbil y entendiendo que aquello era algo gordo, como tres años después cuando Informe Semanal nos puso la caída del Muro. Una aberración lo de Chernóbil... solo que yo, treinta años después, no lo he olvidado y, mientras escribo, aún se me ponen los pelos de punta. 

4 de enero de 2017

¿Estamos en 2017?

Lo más importante en este nuevo año parece ser el vestido, bañador o lo que fuera que llevó el 31 Cristina Pedroche; en su defecto, lo importante será la temporada enésima de la serie que vas a ver o la gente que vas a mandar a la mierda, según se oye en los cafés cada mañana. Algunos piensan que es prehistoria aquello de la guerra mundial, el telón de acero, la descolonización, la transición, los golpes de Estado y todo aquello que nos metían con calzador en el Bachillerato. Pero... ¿estamos en 2017? ¿En serio? Me da la sensación que no, así, con mala leche: niños que pasan hambre o no tienen un techo bajo el que cobijarse y, de además, niñas que tienen prohibido ir al cole en muchas latitudes; unos cuantos países aún viven bajo dictaduras, algunas casi medievales... Cuando nos quejamos de que hay pueblos sin wifi (y lo hacemos con razón), se nos olvida que hay otros sin agua, sin luz, sin carreteras ni escuela o consultorio médico en África, América o Europa, es lo mismo. Además, parece como que no sabemos que hay ancianos sin pensión; niños cuyos padres, al divorciarse, los catalogan como a la tele, la planta y el collar de pedida; empresarios que pagan salarios de esclavitud para poder hacer frente a sus viajes de placer, yates o al palco del fútbol; gente que se divierte maltratando animales, personas o quemando bosques así, que se nos ocurra... Paro, contratos basura, emigración obligatoria de gente altamente cualificada, salarios de antes de la guerra y precios de hacérnoslo mirar; extremismos que dan miedo, agresiones o atentados irracionales... Asimismo, mientras comentamos la casa del vecino, las piernas bonitas de Nochevieja de no-nos-acordamos-quién, el año ha comenzado con varias mujeres muertas, a manos de presuntos: algunas de ellas realizaban en vida trabajos por los que cobraban menos que si fuesen hombres haciendo exactamente lo mismo. Parece como que no pasa nada, cuando pasa todo lo que como generación no hemos sabido, aún, resolver. Eso sí, mientras el año comienza valorando a la inteligentísima Cristina Pedroche y su escaso vestido, nuestros líderes, los que presuntamente tienen que resolvernos todo aquí y en otros lugares, están ocupadísimos en congresos, primarias, tomas de posesión, elecciones, votaciones internas, bloqueos... para ver quién es el líder y a quien echan a la calle, con esa indiferencia hacia la realidad que, como poco, genera mala leche.

2 de enero de 2017

Falsas apariencias

Alguna vez caes en la cuenta de que alguien ha cambiado su imagen de perfil y te paras a mirar la nueva foto; así fue como hace unos días vi que una escritora amiga mía había puesto una nueva imagen. La típica cena navideña de amigas, todas muy sonrientes, todas elegantísimas, todas celebrando el reeencuentro, todas muy sanas puesto que sólo se ven cocacolas y fantas... Como quiera que me pareció expresiva, en sí misma, pensé que todas aquellas chicas podían ser lo que mi imaginación literaria les atribuyera, como a seres inanimados de ficción. ¿Acaso en una foto no hay algo de ficción? Pero no, aunque es mejor que sepamos cómo empezó la cosa: escribí a la propietaria de la foto y le manifesté mi positiva impresión del grupo, respondiendo ella con una electrónica sonrisa. Acto continuo, aproveché para atribuir a las jovencísimas amigas, en torno de aquella mesa de restaurante, una serie de cualidades que me devolvieron una puntualización cargada de más risas. No, no eran lo que yo creí (ni lo que cree toda la gente que juzga sólo con mirar de lejos, que es un grupo mucho más amplio de lo que el lector cree, pues vivimos en el país del juzgar y vivir las apariencias) sino que ella, con paciencia, me fue explicando. Me nació la idea de escribir la historia de la foto, aunque que para evitar posibles reclamaciones vía novios (muy español también), no puede el que esto escribe hacer uso ni de fotos ni de nombres, pero ahí quedan ellas, con sus sonrisas para siempre, la impresión del primer momento (¿para qué voy a cambiar yo, si soy quien escribe?) y su juventud andaluza postulándose para la posteridad; también este cuento, puesto que si no se escribe de la realidad y el deseo, la noticia y la ficción, se muere el momento, la libertad y el decir las cosas...