7 de diciembre de 2012

"El bombardeo"


Recuerdo el sonido de las sirenas y los gritos del jefe de Distrito y a nosotros corriendo hacia el refugio. Mi mujer entonces estaba embarazada y no podía moverse tan bien como las demás chicas de Dresde, justo cuando el mando aliado decidió bombardear la ciudad. No les culpo, pues nunca fui nazi y como extranjero mis simpatías eran aliadas. Pero Julia, mi mujer, era alemana -y se parecía a esa actriz llamada Felicitas Woll- y yo trabajaba en una librería e íbamos a tener nuestro primer hijo. Aquella noche habíamos cenado en un restaurante, en el que habíamos decidido el nombre que íbamos a poner al bebé: Hans, porque entre los antepasados de Julia ese es el nombre más frecuente. Franz, como el mío, nunca le gustó. Y yo no iba a negarle nada a la mujer que más me ayudó después de mis años oscuros tras la primera guerra... Cuando el jefe de Distrito empezó su perorata Julia se asustó; le preguntó a gritos el nombre y ella rompió a llorar. Era frecuente en ella, pues aún era muy joven y salvo la temporada de estudios en Hannover, estaba muy apegada a nosotros; era muy tímida. Las descargas comezaron a eso de las diez de la noche y todo temblaba; en el refugio hacía mucho calor y las ancianas del edificio rezaban: todas en alemán. Al señor Stokinger no le dejaron pasar porque era judío, así que se quedó en el hueco de la escalera. Los racimos de bombas iban cayendo con la lentitud de una eternidad, rompiendo las almas e incendiando la ciudad. Julia se abrazó a mí como aquel primer día en el campo. De pronto noté su rostro ennegrecido por el hollín que nos caía y su corazón latía con fortaleza. Los tipos de la RAF inglesa no se andaron con chiquitas... Cuando salimos al exterior todo era devastación y ruinas, pero las dos vidas que dependían de mí entonces vibraban... Hasta que una esquirla de bomba alcanzó fortuitamente a Julia y ella y el bebé perdieron la vida, mientras mi conocimiento se desvaneció por la honda expansiva. Hoy, muchos años después, vivo solo con el tormento de aquel día que me ha impedido ser el mismo. Los maldigo, los maldigo a todos por sus guerras y por sus bombas.

4 de diciembre de 2012

"De repente"


Sí, sí, de repente, como la película de Frank Sinatra -que nació el mismo día que yo, por cierto-, así fue. El caso es que del mismo modo apareció un día, por sorpresa. Uno de esos días en que al despertar piensas que todo será monótono, insulso, incluso, de repente, sucede algo inesperado. Conoces a alguien, como en esas fiestas a las que muchas veces vas por compromiso y de repente conoces a alguien, intercambias el teléfono y poco más. Así fue, mientras yo guardaba cola -fila, deberíamos decir, pero...- y allí, al frente, estaba. Parece ser que ahora ya no está, se ha ido sin decir adiós, sin avisar... apenas le interesaría despedirse, aunque, para qué vamos a engañarnos, muchas veces es mejor no despedirse, sinceramente. Vivimos apegados a una gente y siempre he creído que si uno se embarca en un largo viaje o se lleva a las personas consigo o es mejor no despedirse, no lloriquear. Así de claro... ¿Que soy duro?, dice alguien mientras escucha lo que escribo en voz alta: cuando yo coja la maleta, me largue a los USA y deje esta España en la que los políticos se han empeñado en que no podamos vivir los jóvenes ya veréis qué despedida: pienso ir al Congreso y, en la puerta, pidiendo disculpas al guardia, voy a hacer un corte de mangas a todos esos cuatreros de mala muerte que se ríen de nosotros con altos sueldos.

A lo que iba, que es su marcha, de repente. No la mía, que aún está en el cocedero. Que sí, que un día se fue y no dijo nada, ni sus palabras ni su sonrisa ni su idioma en la escuela de idiomas, nada de aquellas conversaciones, nada. Ha desaparecido, de repente. Y yo, sin embargo, no le doy importancia. Adiós.