25 de noviembre de 2016

Hablar con comida



Lo cierto es que la lengua española tiene una especial querencia por utilizar la comida con intención expresiva, quizás mucho más intensamente que otras lenguas. Así, ese sentido metonímico vale como referente para hablar del físico, por ejemplo: las expresiones “tienes la piel de naranja” o “tienes la cara como una paella” sirven para hablar de ‘celulitis’ y ‘acné’ e, incluso, cuando una gripe nos acomete tener “la nariz como un tomate” habla de moqueo superlativo. Análogamente, para quitarse a alguien de encima o mandarlo lejos, según sea el caso, podemos oír “que te den morcilla” o “una porra” (dícese esto último como sinónimo de ‘churro’), también se oye negar exclamando “¡y un huevo!” Añadamos que un bebé “hace pucheros” cuando llora. Pero para dejar las cosas claras hablamos de que “al pan, pan y al vino, vino” o que algunos asuntos son “como las lentejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”; aunque también loamos a nuestros amigos diciendo “eres la pera”. En el mundo de la política se puede ser “chorizo” o se puede “dar la vuelta a la tortilla”, siendo poco aceptado por el pueblo lo primero. Eso sí, a nuestro jóvenes les gusta más usar ciertos alimentos (“peras”, “manzanas”, “melones”, “cocos” o “plátano”) con connotación físico-erótica. Así es el español.

18 de noviembre de 2016

Ruinas del pasado

Desde la carretera, cuando aminoro la velocidad, se divisan casas que llevan ahí cientos de años, algunas en ruinas, como ecos de un pasado que se resiste a convertirse en olvido. El trazado sinuoso de algunos tramos me permite divisar con cierta destreza la presencia de antaño, casas que en su día estaban en mitad del campo, habitadas por familias numerosas; a veces caseríos o alguna aldea ya sin habitantes. Habitáculos en cuyo interior el polvo y las arañas sólo dicen algo para el recuerdo de quien ya no está; lugares en que un día hubo amor y sexo, niños y animales, varias generaciones a un mismo tiempo; pero también peleas de maridos y mujeres, llanto y alegría, frío y carlor en extremo, sin término medio; vidas cotidianas del campo, en mitad de la España profunda que algunas señales cifran a un kilómetro. Casas apenas sin muebles, con camas y animales domésticos aportando calores en invierno y en verano, sin luz, sin agua, todo surtido de velas y candiles o cubos de un pozo, a lo más calentados en el amor de la lumbre. La despoblación, la guerra, el desarrollismo lo arrasó todo y llevó las vidas de esa gente a las ciudades, a buscar la vida en el sudor de las fábricas y ahí quedaron los muros encalados, al borde de carreteras del Estado que pisamos los de ahora, pasando ligeros, de tiempo y equipaje.

13 de noviembre de 2016

Un café en soledad

Lo mejor que tiene tomar un café en soledad, o en la soledad de una cafetería que no recoge a nadie a primera hora de la mañana, es que puedes pensar o recordar cosas que, en caso de estar acompañado (de ese noventa por ciento de gente que no tiene tiempo para un café), no pensarías. Mientras el café humeante pierde un poco de su hervor, tú puedes mirar despacio el periódico, con toda esa suerte de desgracias que amargan el mundo; o quizás te venga a la mente un nombre, sea de quien sea, que hace semanas o meses o años que no recordabas. El silencio de la soledad, una mañana rural, te permite evocar palabras del pasado, miradas, gestos o, incluso, gritos, como una especie de terapia que se desarrolla los minutos que dura el café en la taza. La gente se empeña en no recordar, cuando estamos todos construidos de recuerdos y experiencias, pero ya se sabe que la gente va a lo fácil, lo bonito, lo superfluo... que pensar es de listos. Últimamente el narrador no evoca abrazos, por ejemplo, o momentos clave, sino ausencias y las ausencias no son sólo de personas, sino ausencia de sabores u olores del pasado, ausencia de conversaciones, ausencia de lecturas que evadieron al lector, ausencias de querencias que han desaparecido... y es que dicen que el café mueve la mente y quizás sea verdad.