31 de enero de 2013

"Bajo las bombas"


Cuando la conocí el impacto fue súbito, un flechazo; lo reconozco, pocas personas me han dejado omnubilado desde el primer instante, desde el flash inicial. Y eso que por aquel tiempo aún no sabía su verdadera historia. Yo simplemente era un periodista en paro que se cruzó con ella en el momento indicado, en el instante más preciso.
 
Hace ya algunos años estalló la guerra en su país -que puede ser cualquiera, porque... ¿qué nación no ha tenido su guerra?- bajo los mismos supuestos de siempre, blancos contra negros. Toda una generación que se vio inmersa en lo peor que da de sí el ser humano. Una tragedia.
 
La mañana de aquel día amaneció soleada, el cielo azul inmaculado. A su hora, los comercios abrieron, los periódicos estaban en los quioscos, la radio daba noticias. Nada, absolutamente nada, presagiaba que algo después habría una tragedia. Tamara regentaba una pequeña librería en el barrio judío, aunque ella no era judía; era sólo un barrio.
 
Hacia el mediodía una bandada de aviones contrarios cubrió la vertical de la pequeña ciudad y, súbitamente, dejó caer toneladas de polvora y de muerte. La ciudad, vieja, se cubrió de polvo, de espanto, de escombros, de herrumbre, de cuerpos mutilados; de gritos, de gemidos, de sueños rotos, de sudor y de lágrimas. Era la tragedia de la guerra, insisto.
 
Ella, acurrucada bajo el mostrador de la librería, decidió salir a la calle. Los niños de su vecina Patmuck, Gretl y Hans, dos jóvenes de largos cabellos rubios, habían pasado frente a su tienda unos minutos antes, con el perro, y la saludaron como siempre, pues ella tenía la costumbre de regalarles unas onzas de chocolate suizo.
 
Caminó sonámbula por las calles del recorrido de los niños. Cuerpos inertes; gritos aulladores por la muerte; buscó en portales y refugios, nada; miró bajo los escombros, nada. Vio, incluso, muertos a los padres, a los señores Patmuck. Nada había de los niños en aquella ciudad, por el momento.
 
De repente, oyó su nombre débilmente pronunciado por Gretl, la niña rubia a la que las tardes de verano tenía por costumbre hacer dos trenzas. Se lanzó hacia ella y la abrazó con todas sus fuerzas. Hans, con una pierna rota, estaba más allá... Se los llevó a casa, sin pensarlo.
 
Algunos años después, cuando la conocí, me contó que había criado ella sola a Hans y a Gretl, como si fueran sus propios hijos y con tesón había huído a otro lugar, en donde la paz reinara y ella pudiera ser madre y amante; en donde pudiera disfrutar de la vida y del amor sin que nada, absolutamente, se lo impidiera.

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