“Tomemos una copa, amigo”, me dice mi
acompañante mientras cruzamos la calle de una gran ciudad bajo la crisis. En la
terraza hay una chica rubia que conozco de antes, pero que ya no me saluda; la
acompaña una amiga o una novia, qué sé yo. Entramos y saludamos al grupo de
parados de larga duración que toman un tercio, apoyados en la barra y a los que
ya sólo les queda hablar de la Champions.
La camarera, madre soltera, hace turnos de diez horas al precio de cuatro y,
aún así, nos pone su mejor sonrisa. Hablamos de que Europa va a sancionar a
España, mientras a nuestro lado un abuelo invita al nieto a una Fanta de
naranja porque los padres andan pluriempleados para intentar salvar el piso y
los muebles. Como alguien ve que soy yo el que entra con otra persona, me
saluda y al preguntarle yo por la familia me dice que tiene dos hijos
malviviendo en el extranjero: “les dio
por estudiar ingeniería, más su máster y se tuvieron que ir porque aquí no los
colocaban”, dice casi sollozando porque hace año y medio que no los ve. La
chica morena que sonríe al niño desde lejos y que me resulta guapetona, es una
interina a la que no llaman por los recortes
pero que para no acabar loca sale todos los días a tomar un rioboos y desahogarse con su prima, enfermera
a la que tampoco llaman, porque hay que ajustarse el cinturón. En un momento
dado, por la ventana veo a un corrupto que coge un taxi que lo lleve al
Aeropuerto, ya que con su tercer grado y sin devolver lo trincado se marcha de
puente a Suiza. Como es habitual la cosa en los bares de España, me preguntan
que quién me acompaña y les digo que no es Mariano, tampoco Pedro ni Albert ni
mucho menos Pablo que ya no saben pronunciar c-a-l-l-e: “es mi viejo amigo
el hastío”. Todos comentan que lo conocen bien, porque los cuatro jinetes
del apocalipsis están más ocupados en ser imprescindibles como para conocer la
España que deberían gobernar.
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