23 de mayo de 2016

El lugar de la gente de la calle



Tomemos una copa, amigo”, me dice mi acompañante mientras cruzamos la calle de una gran ciudad bajo la crisis. En la terraza hay una chica rubia que conozco de antes, pero que ya no me saluda; la acompaña una amiga o una novia, qué sé yo. Entramos y saludamos al grupo de parados de larga duración que toman un tercio, apoyados en la barra y a los que ya sólo les queda hablar de la Champions. La camarera, madre soltera, hace turnos de diez horas al precio de cuatro y, aún así, nos pone su mejor sonrisa. Hablamos de que Europa va a sancionar a España, mientras a nuestro lado un abuelo invita al nieto a una Fanta de naranja porque los padres andan pluriempleados para intentar salvar el piso y los muebles. Como alguien ve que soy yo el que entra con otra persona, me saluda y al preguntarle yo por la familia me dice que tiene dos hijos malviviendo en el extranjero: “les dio por estudiar ingeniería, más su máster y se tuvieron que ir porque aquí no los colocaban”, dice casi sollozando porque hace año y medio que no los ve. La chica morena que sonríe al niño desde lejos y que me resulta guapetona, es una interina a la que no llaman por los recortes pero que para no acabar loca sale todos los días a tomar un rioboos y desahogarse con su prima, enfermera a la que tampoco llaman, porque hay que ajustarse el cinturón. En un momento dado, por la ventana veo a un corrupto que coge un taxi que lo lleve al Aeropuerto, ya que con su tercer grado y sin devolver lo trincado se marcha de puente a Suiza. Como es habitual la cosa en los bares de España, me preguntan que quién me acompaña y les digo que no es Mariano, tampoco Pedro ni Albert ni mucho menos Pablo que ya no saben pronunciar c-a-l-l-e: “es mi viejo amigo el hastío”. Todos comentan que lo conocen bien, porque los cuatro jinetes del apocalipsis están más ocupados en ser imprescindibles como para conocer la España que deberían gobernar.

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