8 de junio de 2011

"La crisis de los treinta"



Me decía Edmond que eso de la crisis de los treinta es una estupidez; una argucia que usan algunos -no él, insistía- para justificar todo lo malo que ocurre, porque, seguía insistiendo aquel día mientras bordeábamos el Sena, nadie achaca lo bueno a la racha de los treinta. Claro, que Edmond era un bohemio, un pintor de brocha gorda que se dice a sí mismo artista -sus cuadros son una falacia, un conjunto de colores amalgamados de mala manera que avergonzaría a cualquier otro pintor de vanguardia- y que cada mes tiene una casa nueva, una novia nueva y una idea nueva en mente, pero nunca hace nada y lo poco que hizo fue hace ya algunos años, antes de De Gaulle, creo. Yo, cuando cumplí los treinta, empecé a ver el mundo tal como es: lleno de políticos corruptos e ineptos e incompetentes; dejé de darle importancia a la formación por cuanto todo lo que sepas no te sirve si no tienes algún enchufe que te ayude y, lo peor, empecé a ver el sexo como algo secundario. Sí, fue a los treinta cuando todas -absolutamente todas- las mujeres tenían algún encanto más allá del físico, sobre todo si esta era una intelectual que te facilitaba una conversación inteligente. También fue por entonces cuando conocí a Colette, en Nueva York, en una de las exposiciones horribles pero llenas de estupendos canapés que daba por aquellos años Edmond -por cierto, que por entonces se había desencantado de Hitler y coqueteaba con Stalin, el muy bohemio pero totalitario- y a la que acudían snobs tipo Gran Gastby y ex princesas rusas venidas a menos -me sonrojo al pensarlo: me gastaba toda mi fortuna en un pasaje-. Colette era esa magnífica latina pequeña, morena y voluptuosa que me hablaba entre susurros por las noches y que odiaba tanto como yo a Edmond y de quien jamás supe su verdadero nombre argentino; y nunca me importó su forma de ser ni que su cuerpo, a pesar de voluptuoso, no fuera del todo perfecto ni sus conocimientos tampoco, porque nos reíamos juntos antes de besarnos y abandonarnos en los brazos de nuestros respectivos amantes, que convivían con nosotros en la mansión de su familia, muy cerca de donde se ubica el puente de Brooklyn.

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