14 de septiembre de 2011

"El coche 'tuneao'"



Cuando me hice observador de la realidad nunca pensé que nos invadiría el mundo choni, porque más o menos hacia mitad de los años noventa del siglo pasado (¡Ay, el siglo pasado!) creí haberlo visto todo con aquel invento de la ruta del bakalao (así, con esa grafía), la corrupción, etcétera. Pero no, resulta que no lo había visto todo. Así que el otro día salí de casa con la finalidad de sacarme de encima el muermo del mal de amores (que se dice cuando, en mi caso, una joven te dice nones porque le da la gana o porque se ha fijado en otro) y mientras caminaba, observando la realidad, como dice mi jefe ("John, un buen detective ha de seguir dos premisas: mirar y observar", literalmente es la regla number one de mi jefe), oigo de fondo un estruendo. Y me quedo patidifuso.


El sonido se acrecentaba paulatinamente, en la misma medida en que se acercaba a mí. Pensé que podían ser los tanques enemigos que nos invadían, una nave espacial que aterrizaba en medio de la ciudad, un terremoto grado cinco en richter, o algo así. Pero no. Era un coche tuneado en cuyo interior se hacinaban un cani al volante, su respectiva choni, y detrás tres gruesas damiselas (por llamarles algo: es que gordacas, gordinflas o gordinflotas dicen que es despectivo), todos ellos aderezados de piercings en demasía, que en su momento debieron convertir en millonario al piercinero (digo yo que si el que está en la cocina es cocinero, el que planta en tu cuerpo los piercings es piercinero... ¿o no?), camisetas de tirantes guarripeich (¡Madre mía como los hubiera visto el pijis de Hércules Poirot!); y por si fuera poco bailaban al son de la música, probando la suficiencia de la amortiguación del vehículo, el cual, dicho sea por añadir, después de eso pasaría bien pasada la ITV.


Pero... ¿y el ruido? Pues nada, que llevaban los miembros de la cohorte choni la música a tal volúmen decibélico que todo el barrio, e incluso la ciudad, y mira que es pequeña, se enteraban de los lamentos, llantos y gemidos de Kamela. ¡Ay!, y yo que creía que lo había visto todo.

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