Creo
que alguna vez fui buen chico, pero cambié aquella época por un café cargado de
un Starbucks de carretera, posiblemente en la América profunda. Hubo un tiempo,
lo confieso, en que era capaz de enamorarme perdidamente y de esperar a que la
chica se decidiese; pero comprendí que la vida son dos días y no podía perder
uno deshojando margaritas. Así que un buen día me miré en el espejo y fui capaz
de oírme decir: “¿pero qué narices haces esperando esa sonrisa, si hay al menos
dos docenas de miradas con ganas de besarte”. Lo que ocurre es que tal día como
hoy, con más frío que en la guerra y más lluvia que en otoño, tenía decidido
poner en limpio tiempos que se fueron (ahí andaba la Musa y otros duendes de
las letras –unos de verdad y otros de triste recuerdo–) y he pensado que el
recuerdo o la memoria, o ambas, son dos demonios interiores que siempre te
hacen meter el pie en el charco, en esa loseta que está suelta y que cuando
pisas se te cala hasta la rodilla; tienes que esperar un tiempo hasta que se
seca y, a veces, hasta te resfrías. Creo que cogeré un buen libro y, mientras
tanto, a ver si llega un mensaje de esos que te alegran los ojillos y arrancan
la mejor sonrisa del día.
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