25 de febrero de 2016

A voces con el silencio



A veces pienso que debo decírselo, pero no lo hago; callo y me digo que los ecos del pasado siempre se repiten. Como aquella vez que tardé dos años, en el Instituto; cuando me atreví a hablar con ella, ya ‘tenía una relación’. Hubo más viajes de ida y vuelta, hasta que un día me dije que debía guardar silencio: no estoy hecho para ese tema tan fundamental para todos, así que recorreré mis trabajos y mis días en el más absoluto silencio; los llenaré con una sonrisa. Los besos que soñé, las caricias que pedí, los guiños que necesité, las sonrisas que me enamoraron jamás tendrán hueco en mi libro de memorias, que llenaré de otros relatos. Cada uno tiene la pasta que tiene y yo, sinceramente, sirvo para muchas otras cosas, mas no esa. A veces, insisto, debo decirlo… hay días, lo confieso, en que deslizo alguna palabra o alguna frase, pero no sé si la destinataria lo pilla o no lo pilla (o no quiere pillarlo, que en su derecho está); otros días me digo: “ahora, ahora, suéltalo”, pero nada de nada, que me callo. Una noche, creo que era de noche, me metí en el cuerpo una copa de alcohol, salí del bar y me repetí: “venga, ahora, ya, habla, joder, habla”, pero me desinflé. Así fueron pasando los tiempos y las mujeres de mi vida; incluso pensé que ser miedica es un fastidio y creí haberme despojado de la timidez, pero nada… Fui escribiéndole relatos a modo de cartas y los lectores pretendían saber que iba dirigido a una dama y eso que de nombres nada, de nada… Me senté en un bar ayer, había un anciano en la puerta, junto a su mujer, tomando el sol (101 y 103 años, respectivamente); me debieron ver cara de tipo que guarda un secreto pegado al alma, o de tonto; el anciano la miró, se acercó y me dijo: “en cuanto te insinúe algo, díselo y, si no lo hace, hay un océano de peces”, y siguió dormitando.

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