A veces pienso
que debo decírselo, pero no lo hago; callo y me digo que los ecos del pasado
siempre se repiten. Como aquella vez que tardé dos años, en el Instituto;
cuando me atreví a hablar con ella, ya ‘tenía una relación’. Hubo más viajes de
ida y vuelta, hasta que un día me dije que debía guardar silencio: no estoy
hecho para ese tema tan fundamental para todos, así que recorreré mis trabajos
y mis días en el más absoluto silencio; los llenaré con una sonrisa. Los besos
que soñé, las caricias que pedí, los guiños que necesité, las sonrisas que me
enamoraron jamás tendrán hueco en mi libro de memorias, que llenaré de otros
relatos. Cada uno tiene la pasta que tiene y yo, sinceramente, sirvo para
muchas otras cosas, mas no esa. A veces, insisto, debo decirlo… hay días, lo confieso,
en que deslizo alguna palabra o alguna frase, pero no sé si la destinataria lo
pilla o no lo pilla (o no quiere pillarlo, que en su derecho está); otros días
me digo: “ahora, ahora, suéltalo”, pero nada de nada, que me callo. Una noche,
creo que era de noche, me metí en el cuerpo una copa de alcohol, salí del bar y
me repetí: “venga, ahora, ya, habla, joder, habla”, pero me desinflé. Así
fueron pasando los tiempos y las mujeres de mi vida; incluso pensé que ser
miedica es un fastidio y creí haberme despojado de la timidez, pero nada… Fui escribiéndole
relatos a modo de cartas y los lectores pretendían saber que iba dirigido a una
dama y eso que de nombres nada, de nada… Me senté en un bar ayer, había un
anciano en la puerta, junto a su mujer, tomando el sol (101 y 103 años,
respectivamente); me debieron ver cara de tipo que guarda un secreto pegado al
alma, o de tonto; el anciano la miró, se acercó y me dijo: “en cuanto te insinúe
algo, díselo y, si no lo hace, hay un océano de peces”, y siguió dormitando.
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