Desayuno en Starbucks todos los días desde 2002. En Hanover, New Hampshire, había uno y un día entré; por todos lados había estudiantes con grandes vasos de café y muffins de chocolate o almendras; algunos de aquellos estudiantes cursaban lengua española conmigo. Luego, al volver a Madrid, vi uno de esos centros en plena calle de José Ortega y Gasset y decidí entrar de nuevo. Bueno, todos todos los días no voy, pero sí la mayoría. Por allí pululan cientos de ejecutivos (y ejecutivas, que son las que más café consumen y en las que más me fijo) y están fijos los mismos camareros. Una de ellas es Aroa. Un día iba yo al trabajo y ella estaba en la puerta de Starbucks aterida de frío porque la encargada estaba de resaca y se había olvidado de abrir (sonrisa). Ni corto ni perezoso la invité a desayunar un Cola-Cao en el vecino VIPS y allí fue donde la conocí. Ahora, cuando llego, por muy larga que sea la cola siempre me atienden el primero. También está María Eugenia, una chica de Ecuador que es compañera de Aroa. Siempre me pregunta qué tal estoy con la finalidad de adaptar mi tipo de café al estado de humor que yo tenga en ese momento. La verdad es que uno se siente a gusto en Starbucks porque lo tratan como ya no tratan a un ciudadano de la gran ciudad en este Madrid tan despersonalizado. Yo pago por un expresso un euro sesenta céntimos: no lo veo tan caro. Ahora sí, para un observador nato como yo el Starbucks es una fuente de inspiración literaria: desde la belleza de Aroa hasta las conversaciones insulsas de las ejecutivas del edificio Beatriz; desde los yanquis que ponen los pies en la mesa hasta los más mayores que no saben cómo pedir un café en un sitio tan americano. Un mundo distinto el del Starbucks.