Preso en lo oscuro.
Encontré una gran sombra
en un par de ojos.
(Tomas Tranströmer. Premio Nobel 2011 de Literatura)
“¿Cuándo fue que empecé a olvidarte? ¿Dime cuándo? ¿Cuándo dejé de soñar a cada instante contigo? ¿Cuándo fue que perdí la pasión por ti?”, me oí diciéndole al espejo mudo, vacío, inacabable, de un baño de una gasolinera en mitad de la nada, ¿Iowa?, ¿Vermont? (sin duda hace cinco horas), qué sé yo donde me llevaba la furgoneta Ford desvencijada de finales de los setenta que le compré a Mike Donovan, el de la cafetería, por doscientos cincuenta malditos dólares que había encontrado tirados junto al cajero de un banco.
Me iba de West Lebanon, New Hampshire, dejaba atrás todo lo que había sido mi yo durante tanto tiempo; quería llegar a California, a empezar una nueva vida, quizás de camarero o de dependiente en una gasolinera o algún trabajo de esos… Buscar una latina con la que casarme y tener los hijos que aún no tenía; olvidar a la señorita indiferente que me atormentaba con sus idas y sus venidas y sus ausencia y esa forma de ser que, ¡Oh my God!, no entiendo. La furgoneta tiraba, pero con ruido.
Lo que ocurre es que la carretera es toda igual, indiferente, rectilínea, ancha, monótona… llena de neones que enloquecen. Pides un bourbon pero si te pilla alguien de la policía te cagas. Desierto, ¿Arizona o Nevada ya? o yo qué sé. Moteles con las paredes sucias. Un móvil viejo con 57 mensajes de ella… la tía me quiere, no lo sé, pues no lo sabe demostrar, no sabe nada. Olvídala, me dice la televisión por cable. En la otra habitación una pareja gime, ya se sabe para qué son los moteles…
Y yo a California. En busca de otros ojos… y de que me miren de otro modo.
Encontré una gran sombra
en un par de ojos.
(Tomas Tranströmer. Premio Nobel 2011 de Literatura)
“¿Cuándo fue que empecé a olvidarte? ¿Dime cuándo? ¿Cuándo dejé de soñar a cada instante contigo? ¿Cuándo fue que perdí la pasión por ti?”, me oí diciéndole al espejo mudo, vacío, inacabable, de un baño de una gasolinera en mitad de la nada, ¿Iowa?, ¿Vermont? (sin duda hace cinco horas), qué sé yo donde me llevaba la furgoneta Ford desvencijada de finales de los setenta que le compré a Mike Donovan, el de la cafetería, por doscientos cincuenta malditos dólares que había encontrado tirados junto al cajero de un banco.
Me iba de West Lebanon, New Hampshire, dejaba atrás todo lo que había sido mi yo durante tanto tiempo; quería llegar a California, a empezar una nueva vida, quizás de camarero o de dependiente en una gasolinera o algún trabajo de esos… Buscar una latina con la que casarme y tener los hijos que aún no tenía; olvidar a la señorita indiferente que me atormentaba con sus idas y sus venidas y sus ausencia y esa forma de ser que, ¡Oh my God!, no entiendo. La furgoneta tiraba, pero con ruido.
Lo que ocurre es que la carretera es toda igual, indiferente, rectilínea, ancha, monótona… llena de neones que enloquecen. Pides un bourbon pero si te pilla alguien de la policía te cagas. Desierto, ¿Arizona o Nevada ya? o yo qué sé. Moteles con las paredes sucias. Un móvil viejo con 57 mensajes de ella… la tía me quiere, no lo sé, pues no lo sabe demostrar, no sabe nada. Olvídala, me dice la televisión por cable. En la otra habitación una pareja gime, ya se sabe para qué son los moteles…
Y yo a California. En busca de otros ojos… y de que me miren de otro modo.
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