Esta tarde he ido a la compra, como algunas tardes; tardes de esas extrañas en que tardo un tiempo incesante en comprar cuatro tonterías; generalmente se trata de reponer la nevera, buscar algún libro a pesar de que tengo miles a medio leer y otros cientos por empezar. Tardes en las que el café que uno se toma es largo, mientras ojeo la prensa fijándome en noticias absurdas (“Un perro ha mordido a su dueño en Burgos”, “Una señora lega toda la herencia a su serpiente pitón”, cosas de esas, en esa línea: las que anoto en la Moleskine verde). También me paro en el horóscopo: “Su pareja le es fiel, descuide”, te sueltan dos días después que has salido de casa con la maleta porque la susodicha (o susodicho) te ha puesto los cuernos con no sabes muy bien quién y dónde. Bueno, otras veces es peor, porque cuando discutes con la mujer que te gusta (si la hay, of course) te señala: “Todo va viento en popa en tu relación”.
En fin, que al ir a la compra me he encontrado por la calle a Fulanita de Tal y a Menganita de Cual y claro ya que uno iba sin prisa aunque sin pausa, me he parado a hablar. “Sí, claro, como esos mensajes del Facebook para ella”, dice una; “claro, claro, no lo dudes: no te esfuerzas en olvidarla”, añade otra. Y obvio, pienso en si es que se me nota demasiado nítidamente en la cara lo que pienso y lo que siento. Empiezo a pensar que sí. Ya no ha sido lo mismo el resto de la tarde: que si me equivoco en el peso de las gambas, o en el del jamón (¿qué hago yo con medio kilo?) o compro manzanas como para hacer sidra en vez de sobremesa. Me aturdo, lo sé. Y me pregunto… ¿qué sabrán estas? ¿Me leerán el pensamiento? Y claro, voy a pagar y me dice la cajera: “Señor, que se deja los cincuenta euros de vueltas”. ¡Menuda está la cosa para dejarse los cincuenta pavos!
Menos mal que llego a casa y veo esa foto de Sabina delante del metro (de Praga, supongo: yo es que cuando estuve allí usé el tranvía), con esos ojazos azules y me digo: sólo faltaba que Sabina también lo supiera, porque cara de lista tiene y sabe un montón de idiomas.
(©Foto: Libor Spacek)
En fin, que al ir a la compra me he encontrado por la calle a Fulanita de Tal y a Menganita de Cual y claro ya que uno iba sin prisa aunque sin pausa, me he parado a hablar. “Sí, claro, como esos mensajes del Facebook para ella”, dice una; “claro, claro, no lo dudes: no te esfuerzas en olvidarla”, añade otra. Y obvio, pienso en si es que se me nota demasiado nítidamente en la cara lo que pienso y lo que siento. Empiezo a pensar que sí. Ya no ha sido lo mismo el resto de la tarde: que si me equivoco en el peso de las gambas, o en el del jamón (¿qué hago yo con medio kilo?) o compro manzanas como para hacer sidra en vez de sobremesa. Me aturdo, lo sé. Y me pregunto… ¿qué sabrán estas? ¿Me leerán el pensamiento? Y claro, voy a pagar y me dice la cajera: “Señor, que se deja los cincuenta euros de vueltas”. ¡Menuda está la cosa para dejarse los cincuenta pavos!
Menos mal que llego a casa y veo esa foto de Sabina delante del metro (de Praga, supongo: yo es que cuando estuve allí usé el tranvía), con esos ojazos azules y me digo: sólo faltaba que Sabina también lo supiera, porque cara de lista tiene y sabe un montón de idiomas.
(©Foto: Libor Spacek)
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