21 de junio de 2012

"Duelo a muerte, por una dama"


Cuando entré en la taberna de la calle de Carretas nadie podía decirme que salir de allí iba a ser una cuestión de vida o muerte. Salí de la redacción de El Imparcial conmocionado con las noticias de provincias: disturbios, tumultos, huelgas, que el mal gobierno apenas podía controlar. El director lo quería todo de primera mano para la primera página y, debajo, el folletín de Galdós, lo que más se leía en las cocinas en la noche, bajo la luz de candil. La tabernucha recogía gente de mal vivir: periodistas de medio pelo, como yo; escritores sin un real; mujeres alegres; señoritingos enmascarados en busca de hembra; comerciantes de telas, ganados o lanas en busca de jornal; parroquia de poco fuste y menor futuro. Pedí el vinazo de El Bierzo que a mí, singularmente, me entraba bien y me puse a jugar a los naipes con dos o tres parroquianos. Nadie me esperaba en mi cuartucho y la única mujer a la que he amado (¿y aún amo?) jamás me hizo caso o me da celos que me comen por dentro, lo confieso. Poco, lo digo, poco.

El rubio entró después de mí y se sentó con una pelirroja del tres al cuarto, una mujer de vida alegre decían por aquellos entonces en el barrio: el tipo se conocía a toda la parroquia del distrito, fueren hembras, críos, curas o monjas. La algarabía no era menuda, pues los tratantes reían a estruendo y las busconas les seguían el juego y el bebercio. Miré de soslayo a una muchacha que habitaba al fondo de la taberna y que se hacía acompañar de otra más joven y un muchacho que no decía nada, a simple vista; un lacayo tontilán, supuse. Lo hice reiteradas veces hasta que El rubio se me acercó, me atizó un bofetón con un guante y me pidió un duelo en las Vistillas al amanecer. "Nadie mira a mi hembra así, escritorzuelo de mala muerte", dijo. Bebió a gollete un trago de Valdepeñas, derramando líquido por las barbas, y se largó. 

Y allí estaba yo, asustado y temblando, en las Vistillas de Madrid. Todo por una mujer guapa, lo reconozco, pero al fin y al cabo una mujer que dudo en conocer o si conozco. Me llevé de padrino a Martín Marcos, el de los talleres de El Imparcial quien tenía más miedo y menos vergüenza que yo. Y juro por don Alfonso XII que estaba acojonado: es que iba a perder mi vida. Jamás usé una pistola ni fusil ni espada ni florete ni garrote alguno y eso que soy de campo en donde abunda la caza. Una mujer a la que llamaban La dama. ¿Una dama en una taberna de Madrid? ¡Baje Júpiter y lo vea! Se me vino el mundo y, de lejano, un muchacho a darme un recado de parte del director del periódico: "Que dice don Miguel que dónde va usted, señorito, a batirse por esa mujer teniendo los años por delante que le quedan", me recombino, pero no entré en vereda.

Uno, dos, tres... seis. Media vuelta. Y mi disparo le acaparó el corazón de cabo a rabo. "Esto es Satanás que se me pone en el camino", dije aún temblando. Y en esto que se me acerca el director del duelo, un tipo vestido de negro y visera: "Verá usted, señor, se tiene que llevar con usted a la dama, que es el objeto del duelo". 

(Dedicado especialmente a Carmen, Olga, Alexandra, Encarni y Esther)

2 comentarios:

warry74 dijo...

Magnífico! sí señor.

Francisco José Peña Rodríguez dijo...

Muchas gracias; recuerdo ahora que te debo un libro... espero no despistarme más...