12 de agosto de 2011

"Silencios agobiantes"



¿A que joden? Pues sí, cuando vas al médico y antes de darte el diagnóstico hay un leve silencio ("qué será; será malo"); o cuando vas a reclamar un examen y el profesor calla mientras busca el tuyo ("verás tú que no lo encuentra, madre mía igual se ha equivocado"); o cuando en Hacienda el funcionario introduce tus datos en el sistema informático ("a ver por dónde me sale este"); o cuando esperas una llamada que no se produce o no llega el sms de respuesta que esperas... Y, bueno, el peor de todos los silencios: el silencio administrativo, ese que significa que el gobierno pasa olímpicamente de ti. ¡Menudo eufemismo!


Ya se sabe, hay silencio, palpitaciones, sube la tensión, se entrecorta la voz; incertidumbre. ¿Es que no saben que el silencio cuando dice es una jodienda?


Yo me dedico a la palabra y, en lengua española, la palabra es una gozada; es uno de los más maravillosos idiomas del planeta, por eso jamás entiendo los silencios; con lo estupendo que es el diálogo (incluso en el siglo XVI había un género literario consistente en el diálogo), aunque este sea absurdo. El sonido, en todo su entusiasmo, es la mejor de las compañías.


Años noventa; noche de verano; silencio absoluto. En la planta baja se oye un ruido estruendoso. "¡Hay ladrones!", y yo, ni corto ni perezoso, bajo a investigar (costumbre mía esa de meter las napias en donde nadie me lo ha pedido) y, para ahuyentar el miedo, sonido:


"Sooooooy un hombre al que la suerte hirió con zarpas de fieraaaaa;

soooooy un novio de la muerte...".


Era un gato que, al entrar en casa por la ventana, rompió algunos adornos.


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